MURCIA. De un tiempo a esta parte me asaltan con más frecuencia los recuerdos de mi niñez, y con mayor grado de detalle, lo que según parece es signo de que me estoy haciendo viejo, sí viejo, prefiero este término al eufemismo de mayor, porque dejé de crecer hace algunos años.
Sin ir más lejos, el otro día, pensando en cómo nos está cambiando la vida la digitalización de nuestro mundo -la transformación digital-, recordé las viejas del visillo. Una figura típica de los pueblos que, en el mío, un pueblo de la Vega Baja llamado Almoradí, eran más bien las viejas de las persianas, porque era tras ellas donde se agazapaban para ver y oír lo que luego chismorreaban a la salida de misa, en la plaza del pueblo o el mercado. Por cierto, unas persianas enrollables que permitían dejar la puerta de la calle abierta y contribuir así a mantener frescas las casas gracias a la corriente de aire que se colaba entre sus láminas -eso sí era climatización ecológica, respetuosa con el medio ambiente, sostenible y de cero emisiones de gases de efecto invernadero, entre otras múltiples etiquetas tan de moda hoy en día -.
"utilizamos google de manera gratis'; bueno no tanto, porque el precio son nuestros datos"
Y es que, tal y como señala el famoso Yuval Harari en su libro De animales a dioses. Breve historia de la humanidad, el chismorreo, y su pariente la murmuración -que viene a ser lo mismo pero con ánimo de perjudicar a la persona de la que se habla- parece ser que, coincidiendo con la aparición del lenguaje, fue lo que nos permitió dar un salto evolutivo sin precedentes al posibilitar compartir información crítica más allá de dónde estaban los depredadores o la caza, puesto que eso ya se lo comunicaban por señas sin necesidad de hablarse. Información importante del tipo: quién de una tribu odiaba a quién, quién se acostaba con quién, quién era más arriesgado cazando, honesto o tramposo, o quién le había ganado la pelea a quién y, por tanto, era el más fuerte, el macho alfa al que había que respetar, o cómo era la tribu más próxima, entre otros miles de chismorreos.
Y es que esta información sobre quiénes somos por lo que hacemos, no por cómo nosotros nos auto percibimos -que suele ser una información engañosa y carente de interés frente a terceros-, es la información de valor para "ubicarnos" en la tribu antes y, ahora, en nuestro círculo social cercano o ampliado.
Efectivamente, si sabemos de una persona qué coche tiene, su frecuencia de salidas a restaurantes y su calidad, su puesto de trabajo, lo que gasta en ropa, dónde vive, a qué médicos va y con qué frecuencia, qué medicinas consume, cómo emplea su tiempo libre, sus parejas estables y sus flirteos, cuántas horas pasa viendo la TV, la frecuencia con que visita páginas porno o juega en casinos, etc, etc, entonces podemos hacer un perfil muy, pero que muy, aproximado de quién es esa persona, es decir, de cuál es su estatus social, cuáles son sus gustos y preferencias, sus debilidades físicas y morales, sus vicios, sus ambiciones, etc.
Toda esa información, que hasta hace poco resultaba difícil de obtener, hoy, gracias a las plataformas market place, los buscadores de internet, las redes sociales, nuestros teléfonos inteligentes, los electrodomésticos con internet de las cosas, o las compras con nuestras tarjetas de crédito, está toda digitalizada e incorporada a ingentes bases de datos y, por tanto, lista para ser procesada y analizada. Las tecnologías de Big Data, computación en la nube y supercomputación lo han hecho posible.
"poco a poco vamos cediendo o perdiendo más y más confidencialidad y más vida personal; nos vemos más expuestos, sin posibilidad de tener secretos"
Y lo grande del caso es que nuestros datos los tienen a cambio de sus productos y servicios, por ejemplo, Google, que lo utilizamos 'gratis'; bueno no tanto, porque el precio son nuestros datos. De manera similar a como los indígenas americanos cambiaban cuentas de cristal, mantas, un poco de alcohol u otras baratijas a cambio de valiosas pieles de animales salvajes o su oro. Porque para las empresas tecnológicas nuestros datos son los metales preciosos del siglo XX, de los que obtiene beneficios directos en forma de nuevos productos o servicios o comerciando con ellos.
Y poco a poco vamos cediendo o perdiendo más y más privacidad, confidencialidad y vida personal, y nos vemos más expuestos, sin posibilidad de tener secretos o secretillos. Aunque mucho me temo que a pocos nos importa ya, porque lejos de cualquier preocupación o pudor, cada vez son más quienes exhiben sus vidas y sus cuerpos urbi et orbi a través de las redes sociales. De hecho, hablar hoy de privacidad empieza a resultar ridículo y dentro de poco será algo que habrá pasado a la historia.
Y en este orden de cosas, soy de los que no entienden las ingentes pegas que nos ponen cuando a nivel individual, so pretexto de cumplir con la “Ley de Protección de datos personales”, nos impiden acceder cualquier dato nimio y, sin embargo, las grandes tecnológicas disponen de todos nuestros datos a su antojo.
¡Cuánto hemos cambiado! ¿Recuerdan el enconado debate que hubo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 cuando estrellaron dos aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York? Fue entonces cuando se alzaron muchas voces contra la instalación de cámaras callejeras de video vigilancia para garantizar, decían, nuestra seguridad. Hoy está superada esta polémica, y las cámaras proliferan en espacios públicos y privados, y ya se habla de cámaras de última generación que incorporan IA capaz de identificarnos biométricamente, todo por nuestro bien y seguridad, claro.
Y suma y sigue. Por ejemplo, con las nuevas monedas digitales de los bancos centrales – CBDCs-, que anularán el escaso margen de libertad y privacidad que todavía nos da el dinero físico, o las tarjetas de identificación y sanitarias, que van a suponer un paso definitivo para digitalizar nuestros datos más íntimos.
Que nos ven y nos escuchan, como viejas del visillo, no es algo nuevo y menos con los teléfonos inteligentes siempre cerca de nosotros. De hecho, hay quienes afirman que toda esa información la analizan en tiempo real y así modulan sus iniciativas para un mejor control social. Pero me temo que lo peor está por llegar. Ya se está trabajando en algoritmos que gracias a las palabras y frases que empleamos en nuestras conversaciones con, por ejemplo, el Chat GPT, serán capaces de detectar nuestro estado de ánimo. De hecho, según me cuenta un empresario del márquetin digital, ya ofrecen servicios a los dirigentes políticos y empresarios para “medir la felicidad de una población o grupo determinado”. O para identificar presuntos delincuentes o terroristas antes de que cometan ningún delito -con desprecio absoluto al principio de presunción de inocencia-.
Bueno, seamos positivos, y pensemos que esos que se desvelan por nuestro bienestar y seguridad podrán, con estas nuevas tecnologías, ajustarnos mejor la dosis de soma y mantenernos indolentes en nuestro mundo feliz.