Jaime Martín ha culminado su trilogía sobre las memorias de su familia con las suyas. Viñetas dedicadas a su Hospitalet de 70s y 80s en cuyas calles se forjó su personalidad gracias al rock and roll y el heavy metal y, sobre todo, al cómic, un medio que en aquella época tenía grandes tiradas, creadores de imaginación apabullante y crítica social corrosiva que incluso hoy en redes sociales sería delito; Una autobiografía que culmina en la negrura del 2008 ignorando que 2020 anunciaría un futuro más negro que la noche, menos negro que su alma.
MURCIA. Es mentira podrida que el mundo vaya a peor. Sí, cada vez hay más psicópatas divagando sobre política. Los viejos extremismos hoy sin mainstream. Nos espera la ruina total a la vuelta de la esquina. Es cierto, pero antes la diversión había que exprimirla de las ubres de una vaca famélica y hoy absolutamente todo es ocio, desde que te levantas hasta que te acuestas. Lo dicen los estudios de marketing que investigan cómo venderle lo que sea a la Generación Z. En todo el día, no sueltan el móvil. Consumen entretenimiento trece horas al día. Habrá quien diga que el placer se disfruta más a tragos pausados que bebiendo a morro de una garrafa de quince litros, pero todos sabemos que, si nos hubieran contado en 1990 cómo iba a ser 2020, hubiéramos pedido por favor saltarnos los treinta años que hay en medio.
En este contexto, ha llegado este año a los estantes de las librerías Siempre tenderemos 20 años, la tercera parte de la trilogía de Jaime Martín sobre su biografía y la de sus familiares. La anterior, Jamás tendré 20 años era una novela gráfica con mensaje. Mostraba las consecuencias sociales y políticas de la guerra, la emigración interior de sur a norte y las heridas que eso dejaba en los que tuvieron la mala suerte de padecer los años más convulsos del siglo XX en España. Era un buen trabajo, sobre todo teniendo en cuenta que estaba relatando las memorias de sus abuelos. Tenía un papel testimonial basado en hechos reales.
La primera fue Las guerra silenciosas. Una verdadera sorpresa. Contaba la mili de su padre en el Sáhara. Un conflicto ocultado entonces y olvidado hoy, pero que forma parte de la memoria de miles de españoles. Hasta Fortu, el cantante de Obús, estuvo por ahí viendo silbar las balas sobre su cabeza. En este puzzle con los recuerdos de su padre hay algo sobrecogedor. Es como La chaqueta metálica de Kubrick, o La condición humana de Masaki Kobayashi, la película original japonesa que posiblemente se coló en la novela que adaptó el afamado director mejor de todos los tiempos mundiales y el universo, pero en español. Reúne todo lo que ya sabemos de lo que era el Ejército español en aquellos años, un nido de miseria, moral y material, y tiene todos los ingredientes culturales que un español asimila y entiende instintivamente. Por eso llegaba e impresionaba tanto. Fue, sin duda, uno de los mejores cómics de 2014 y tenía potencial para trascender la viñeta y convertirse en una película extraordinaria, aunque hay sospechas de que la gente de la cultura en España no es muy dada a leer.
Y ahora ha llegado Siempre tendremos 20 años. Es la entrega con la que más podemos sentirnos identificados las generaciones nacidas en los 70. Es la vida de Jaime Martín en su barrio, Hospitalet, en años en los que todavía estaba abandonado de la mano de dios, y se formó su personalidad de adolescente. Como nos pasó a tantos, rock and roll y el heavy metal le abrieron las orejas y los cómics, los ojos. Además del cine y las películas de sobremesa los fines de semana, poco más tenían los adolescentes al margen de hacer el zascandil y meterse en líos por la calle, donde se pasaba la mayor parte del tiempo.
Hay detalles curiosos como el humor corrosivo que se gastaba en aquella época cuando dibujaba sus primeros chistes. Eran amorales e indecentes, ahora impensables, pero en aquel entonces nadie tenía tantos reparos morales. Un aspecto en el que no indaga mucho era el machismo y la homofobia que inundaban aquel humor, igual eso ya es más delicado. Cierta conciencia se deja entrever cuando comenta la portada del primer Sangre de barrio.
Los contratos leoninos de las editoriales de cómics, el abuso de los principiantes y la salvación al llegar a la redacción de El Víbora marcan el relato de su faceta como dibujante, mientras que la heroína, los manguis, el acoso policial y la pasión por el heavy metal el retrato de su pandilla. A estas alturas, nada resulta especialmente novedoso, pero eso no quiere decir que quede reflejado a la perfección el carácter de bote salvavidas que tenían aquella música y aquellas viñetas. Algo intenso, estimulante y embriagante, que te pertenecía.
Sin embargo, la carga dura que enlaza con la calidad del tomo anterior aparece en el último cuarto, cuando el protagonista se reencuentra con un amigo al que le ha golpeado la crisis de 2008. Su situación es desesperada, se ha arruinado su negocio de hostelería y tiene que trabajar en el sector en condiciones que serían difíciles de creer aunque nos contasen que la historia transcurre en Vietnam. Son imágenes tan duras como las que mostraba de su padre en el Sáhara, pero son aquí y ahora.
Por el camino también queda la travesía por el desierto que supone intentar vivir de la cultura en España, las depresiones y descensos a los infiernos que puede suponer para quien apuesta su futuro a dedicarse profesionalmente a la creación. La reflexión más dura que se puede hacer es que lo peor de esta historia está circunscrito a la crisis de 2008 y los duros años 10. La gente joven que intente buscar trabajo ahora en los rescoldos humeantes del mercado laboral que quede tras la crisis de la pandemia, tendrá historias todavía más duras que contar. Se nos hace difícil vivir con la sensación que entramos en el futuro con el culo.