ATRACÓN DE PANTALLAS

Protagonismo, antagonismo y otros arquetipos en ‘Patria’

La nueva serie, que se estrena este domingo 27 en la plataforma HBO, también podrá ser vista en abierto por Telecinco a partir del próximo martes. El argumento, a grandes rasgos, procura evitar el maniqueísmo alrededor del conflicto vasco. Sin embargo, la Iglesia queda representada como uno de los grandes cánceres que amparó y promulgó el ideario político abertzale entre la sociedad vasca

25/09/2020 - 

MURCIA. El día que la banda terrorista ETA anuncia el alto el fuego en 2011, la viuda de un empresario asesinado, Bittori (Elena Irureta), vuelve al pueblo donde vivían. Quiere comprender qué sucedió. La que fue su amiga de siempre hasta que el terrorismo resquebrajó su relación, Miren (Ana Gabarain), es ahora una abnegada madre de un etarra encarcelado. Miren se siente molesta por el regreso de Bittori. Con esta premisa de comienzo, la serie nos muestra el viaje hasta el relativo cierre de las heridas que las dividen. Una representación simbólica del proceso de duelo que ha superado, mejor o peor, el pueblo vasco.

Bittori y Miren son las dos protagonistas principales del relato. La primera, abierta al cambio, necesita saber. La segunda no quiere saber nada de cualquier alteración de su forma de pensar. Ambas son víctimas de la cerrazón, la cobardía y los silencios que congelan su entorno. “Este país está lleno de cobardes y mentirosos”, dice en un momento dado Joxian (Mikel Laskurain), marido de Miren y viejo amigo de Txato (José Ramón Soroiz), el asesinado. El pusilánime de Joxian tuvo que dejar de hablar a su compañero de bicicleta cuando las pintadas contra Txato inundaron el pueblo. Vive atormentado desde entonces.

Patria no es un relato sustentado por héroes y villanos. Sus protagonistas quieren encontrar la paz interior después de 30 años de conflicto. Conocemos, eso sí, a algunos esbirros del enemigo, como las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. La policía es el guardián del umbral que tortura al etarra Joxe Mari (Jon Olivares) cuando es detenido. Son los únicos adversarios visibles de Miren y su hijo terrorista. Vislumbramos un segundo secuaz del adversario, en este caso de Bittori y su marido el Txato. Se trata del encargado de la herriko taberna. El mesonero representa la cara visible de la izquierda abertzale, el enlace con la banda terrorista. El brazo ejecutor.

Soslayada complicidad de Iglesia vasca

Pese a que, a grandes rasgos, no se trata de un relato maniqueo, excepcionalmente conocemos un personaje que funciona como antagonista claro de las dos familias: el cura. “¿Quién iba a rezar en euskera si ETA no luchara?”, le dice el párroco a Miren, animándola a apoyar a su hijo y la causa abertzale. En otra escena le recomienda a Bittori marcharse del pueblo tras el asesinato del Txato. “It is what it is”, que diría Donald Trump. Acepta lo que hay y márchate, que sobras. Lejos de dar consuelo a las víctimas, lo que se supone que debería ser su labor, el párroco Don Serapio (Patxi Santamaría) muestra predilección por la política más que por la humanidad. Con Bittori marca distancias, mientras que con Miren ensalza constantemente la idea de la patria y la importancia de la lucha.

Según Fernando Aramburu, autor de la novela, tres cuartas partes del clero vasco era nacionalista. Cabe recordar la polémica figura del obispo Setién, de la diócesis donostiarra. Cuando en 1984 fue asesinado el senador socialista Enrique Casas, el obispo Setién no permitió que se celebrase su funeral en la catedral. Una década después ignoró a los familiares y amigos del empresario secuestrado José María Aldaya, mostrando de nuevo una postura ambigua. Los obispos no oficiaron funerales de víctimas de ETA hasta 1997, cuando el obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, ofició el de Miguel Ángel Blanco. Por supuesto, no todos fueron así. Sin embargo, la novela y la serie cargan las tintas contra la congregación.

Con casi toda seguridad, la serie adaptada por Aitor Gabilondo volverá a recibir las críticas de algunos grupos. Por supuesto, de los que niegan las torturas a los presos, pese a que el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas dictaminó que se violaron los derechos humanos de los detenidos. Y, por supuesto, de los que niegan cualquier papel interventor de la iglesia católica. Esa que todavía hoy no ha tenido que rendir cuentas a nadie. Una herida que, al contrario que las demás, no se cerrará nunca. La Iglesia, una vez más, se va de rositas.

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