Bastien Vivès es uno de los dibujantes de cómics más elegantes y al mismo tiempo más procaces y corrosivos de Francia. En su última obra, La Blusa, plantea el choque que sufren veinteañeros entre el deseo y la complacencia, entre una vida ordenada y predecible y el hambre por vivir. Planteamientos que comienza a hacerse una persona cuando se dirige hacia los 30 años y que el autor francés retrata en el contexto de las redes sociales y el odio que se vierte en ellas y la psicosis que vivió Francia con los atentados islamistas y el discurso anti-inmigración.
MURCIA. En esta columna somos fans acérrimos de don Bastien Vivès. Autor francés, nacido en 1984, con un estilo propio distinguido, elegante y, sin embargo, por momentos, corrosivo. El año pasado comentamos el lanzamiento en Diabolo de Una hermana. Una historia sobre la adolescencia en la que un chico de 13 años tenía que convivir con una chica de 16. Como es lógico, el pequeño se enamoraba y, aunque no era ya un niño, tampoco era un hombre. Ese sabor amargo de los primeros amores, que suelen ser así, accidentados y confusos, en absoluto esas mitificaciones románticas tipo Candy Candy, era el eje de esa novela gráfica.
Ahora, su último trabajo publicado en España se titula La blusa. La acción se sitúa esta vez en mitad de la veintena. Los protagonistas son una pareja que ya vive sola en el mismo piso. El autor vuelve a jugar con las diferencias de edad, pero en este caso son más mentales.
Al chico le vemos que juega al rol con sus amigos y que es un enamorado de las series. En la cama, cada noche está descargando capítulos de las últimas temporadas para poder verlos junto a ella. Se meten en las sábanas, apagan la luz e iluminados por la pantalla, como dos seres inertes, ven lo que tengan que ver.
De ella sabemos que aún está en la universidad. En las primeras páginas se la dibuja con cierto hieratismo, como en el cine los personajes de Bresson. Su vida es un tanto insulsa y pasa sin pena ni gloria allá por donde se halle. Nadie la hace mucho caso, ni siquiera los profesores cuando les pregunta dudas importantes.
Entonces Vivès propone un pacto al lector. Plantea una situación casual. La chica hace de canguro de una niña, esta le vomita encima y ella tiene que cambiarse. Al hacerlo, coge una blusa de la madre de la cría, que no está en casa. Está su marido, que llega de repente, porque ha discutido con ella.
En ese punto la blusa actúa como una poción mágica. Con ella puesta, la protagonista resulta absolutamente irresistible a los hombres. A partir de ese momento, son plausibles varias lecturas dependiendo de la imaginación del lector. Lo que tenemos delante, al menos, son viñetas en las cuales esa tardoadolescente se convierte en una femme fatale que empieza a correr aventuras disparatadas, todas de índole sexual, y a su novio lo deja de lado, lo escupe como a la cáscara de un altramuz.
Y lo que trasciende es una nueva dosis de humor corrosivo prototípico de su autor. Un antecedente grotesco de esta obra sería Los melones de la ira, donde tenía un planteamiento semejante parodiando un cuento bucólico. Aquí pone por delante de forma frenética e impulsiva los aspectos carnales, las pasiones, por encima de un mundo donde todo concierne a la tecnología y divertimentos estériles y superficiales.
El peor parado es el novio de Severine. Se le muestra como una especie de castrado con tanta serie, tanto portátil y tanto móvil. Se empeña en ganar a sus amigos a los juegos de mesa mientras ellos prefieren perder y poder salirse de la partida para sentarse un poco al lado de su novia, solo para tenerla cerca.
En la odisea, aparecen también elementos de la actualidad, como la paranoia y psicosis que sufrió la sociedad francesa hace un par de años, en plena ofensiva de terrorismo islamista. En ese contexto, la protagonista al fin y al cabo lo que está es hambrienta por vivir.
Unas viñetas en concreto son realmente extraordinarias. Por una serie de azares, Severine acaba encerrada en un coche en un barrio chungo. Fuera, se le acerca alguien que presumible es africano o norteafricano (su piel claramente es más oscura) Tal vez tomándola por una prostituta, le enseña el miembro. Ella, en lugar de asustarse, lo que hace es empezar a masturbarse mirando. Él, en consecuencia, quiere entrar dentro del coche, pero ella ha puesto el seguro. Solo acepta que la vean masturbarse mientras ella observa también. Sexo, pero aséptico, solo a través del cristal. Sin tocarse.
Da lugar a múltiples interpretaciones. Son siete páginas que reflejan la barrera entre dos mundos, el de la inmigración y el de los demás franceses. En cierto modo, Vivès plantea de forma poética la fina línea o burbuja que les separa a unos de otros y lo hace empleando el sexo de manera procaz y punk, con la tónica de toda su obra.
En una entrevista en Inrockuptibles el autor explicó que la idea se le ocurrió en el contexto de las redes sociales, de las oleadas de odio que se vierten en ellas, los atentados y el #metoo, pero en el momento en el que le compró una blusa a su mujer, que le gustó tanto que le entraron ganas de ponérsela a él.
Posiblemente, La blusa no sea de sus mejores obras, pero no desmerece su nivel. Se nota que hay una rabia contenida del autor que expresa a través de la inocencia de su protagonista y sus deseos en sentido contrario. Quizá el perfil del personaje no sea cien por cien femenino, en el sentido de que se plantea como un juego, pero la visión que tiene de lo que le rodea sí que lo es, especialmente en lo concerniente a la figura del profesor de universidad, cómo intenta abusar de su posición para conseguir lo que quiere, que es acostarse con ella, o en el caso de su novio y la inanidad de vida que le propone plagada de entretenimientos estúpidos, cuando ella lo que quiere es deseo ardiente y real. A Bastien Vivès solo podemos decirle una cosa: queremos más.