Entre datos abrumadores de infecciones por COVID, intentos de seducción del Sánchez-Superman, cabreos de barones territoriales por el fiasco del plan de vacunación… y negativas a reconocer que Cuba es una dictadura, en la opinión pública ha pasado -relativamente desapercibida- una información, a mi juicio importante, que Sí puede ser una aportación de este Gobierno.
Hace dos semanas en Moncloa se presentó la 'Carta de Derechos Digitales'. Este texto, como él mismo se define "descriptivo, prospectivo y asertivo", forma parte del plan estratégico España Digital 2025.
El documento recoge "un conjunto de principios y derechos para guiar futuros proyectos normativos y el desarrollo de políticas públicas" que garanticen la protección de derechos individuales y colectivos en nuevos escenarios digitales. La carta incluye seis categorías derechos: de libertad; de igualdad; de participación; del entorno laboral; de entornos específicos y de garantías y eficacias.
El tema no es baladí. Hace años que mi amigo Jean Queralt pelea desde su ONG 'The IO Fundation' en Malasia para promover una Declaración Universal de Derechos Digitales (UDDR).
La idea es la siguiente.
Casi sin darnos cuenta, hemos desarrollado la impresión de que “los datos” son una entidad abstracta que procesamos, cuando es necesario, para obtener resultados que nos facilitan la vida. La mayoría percibimos los datos como una 'commodity' (un género de mercancía) más.
Nada más lejos de la realidad. Los datos de un usuario SON el propio usuario. Es decir, la mayoría de nosotros tenemos dos identidades paralelas (ya): la real y la digital (una especie de clon). Hay una estrecha correlación entre lo que “somos” ante un dispositivo y nuestra "entidad de representación" (el modelo resultante de todos los datos que hemos dado o que nos han extraído). Si esos datos se desconectan de nosotros como ciudadanos, pierden todo su valor.
Como dice Queralt, "mis datos son YO: ayer, hoy y mañana". Si yo soy “yo” como persona y soy “yo” como conjunto de datos, la violación que se hace de mis Derechos Humanos sigue siendo la misma, independientemente del mecanismo de transmisión.
Por tanto, si me insultan en el trabajo, en un blog o en las redes sociales, me están haciendo el mismo daño. Si me silencian en la calle, en Facebook o en Twitter, están coartando mi libertad de expresión. Si me excluyen de una toma de decisión en una reunión de trabajo o en un chat virtual, estoy siendo igualmente discriminado. Si me quitan la cartera, o me quitan el número de la tarjeta, están haciendo lo mismo: me están robando.
La protección de todos los Derechos Humanos ha de hacerse también en los espacios digitales. Los mismos deberes de cuidado que aplican las leyes constitucionales a los ciudadanos deben aplicarse a los datos que les representan. De ahí la necesidad de un conjunto de reglas: los derechos digitales.
Los gobiernos de todo el mundo han abordado tradicionalmente esta cuestión a través de Leyes de Protección de Datos. Sin embargo estas leyes han fallado en el aspecto más básico: brindarnos un marco transparente, empoderador, concreto, accesible y con la necesaria regulación técnica para que los responsables de implementarlas sepan cómo hacerlo.
Nuestros datos transitan por diferentes jurisdicciones. Curiosamente, se espera de nosotros que, como usuarios, comprendamos las regulaciones establecidas por las leyes en todo el mundo. Es más: se nos exige que tomemos todas las medidas necesarias para actuar si se produce un uso indebido de nuestros datos.
Esto es una aberración.
El símil que siempre me pone Jean Queralt es que “es lo mismo que tener que saber todas las especificaciones del mecanismo de un ascensor para decidir si subimos o no en él. Para cada edificio. En cada ciudad a la que vayamos. En cada país que visitemos”. No se puede delegar en el consumidor final: los gobiernos deben hacer su labor.
Como sostiene The IO Fundation, los derechos digitales deben fomentar no solo políticas que protejan los datos de los usuarios, sino también, y muy importante, “especificaciones técnicas (basadas en estándares abiertos) para implementarlas”.
España y la UE han de comprometerse a no facilitar el mercado a quienes no acaten estas políticas de mínimos.
La educación y la implicación de los programadores en esta tarea son también fundamentales. Enseñar a quienes van a tener un poder inmenso sobre nuestras vidas y pedirles que se comprometan con un código deontológico (y casi añadiría con un juramento hipocrático “primum non nocere”) es un reto también para de las Universidades A fin de cuentas, son la nueva generación de defensores de nuestros derechos en la nube y en la red.
La “Carta de Derechos Digitales” no es una ley, ni plantea mecanismos garantistas ni cuestiones normativas concretas. Ha recibido críticas por ello. No ahora la mía. Creo que puede ser un principio de algo que debe continuar y muy en serio.
El humanismo tecnológico no es una boutade. Como habría dicho Aute, nos va la vida en ello.