MURCIA. Toda la gente habla de Madrid. Toda la gente teme a Madrid. "Es como la Italia del mes de marzo…", se oye por los pasillos del hospital. Sonrío y me encojo de hombros, desangelada. En los últimos días, la ciudad no es tal cosa para mí sino un retrovisor donde un chaval desgarbado y flaco mueve la mano para despedirse. El coche avanza y él se hace pequeño en el espejo. Lleva una sudadera azul y una corona de rizos negros. Es mi hijo.
"Hay emociones con vocación de dinosaurio, de animal extinto, pero otras son resistentes y hábiles para superar plagas y meteoritos"
Hay geografías que no se pintan en un mapa sino en el alma. Manuel ha empezado la universidad en un pueblo al oeste de la capital con "sólo 60 casos, mamá". Una minucia. Nada. Apenas una mácula al lado de su plan de estudios, la bata, la anatomía y la bioquímica, el Netter o el Sobotta.
Miles de universitarios atacan el curso esta semana con un ánimo que no cede al cerco de las cifras. Llevan el impulso de los meses que estuvieron confinados y no ven más allá, sólo les mueven los días, los temas, los plazos. Mascarillas, distancia, ventilación y una dinámica sin rozamiento, un rodar satinado. Mi hijo quiere dibujar mucha anatomía, como yo hice. Treinta años después, será él quien afile sus lápices Alpino en una biblioteca. Todo cambia para no cambiar nada.
Igualmente pasa con la nostalgia. Hay emociones con vocación de dinosaurio, de animal extinto, pero otras son resistentes y hábiles para superar plagas y meteoritos. La congoja por el hijo ausente tiene curiosas formas de acorralar a los humanos y siempre se presenta en su forma primera. Elige momentos de transición, sin escudo: el póster de la habitación o la nevera del súper (cuando se asume que ya no habrá bocadillos de queso). Qué fácil resultamos a la aflicción si la cabeza está llena de pájaros de trapo, de mariposas muertas. Si nos ocupamos tanto. Si estamos siempre a la fuga.
Habíamos cruzado la meseta en una furgo que embelesó a todos. Un olor a tortilla llenaba la calle de atrás mientras Rafa cargaba el maletero y me pregunté si ese olor saltaría a un futuro desde el que recrear la escena. Tortilla de tres huevos, un poco quemada. A veces lo casual y lo trascendente se enredan como un chicle o una hoja a la suela del zapato. No quiere decir nada. O sí. Lo fantástico se asoma a veces por esas brechas y llena los cruces de un nuevo sentido. Quise indagar el porqué de todo ello pero me sentía derrotada. La bufanda del Atleti ya viajaba dentro de la maleta junto a la torre de ordenador que pronto estaría medio rota. El llanto de la yaya y el abrazo que les permití iban igualmente empaquetados.
Madrid no fue Madrid, sólo un campus tranquilo a las afueras, una pequeña residencia llena de botes de gel y una gallega torrencial que hacía de matrona. “No te rías, son mis niños”, y se empeñó en contarme la noche que pasó en urgencias con un estudiante o en enseñarme la cocina como si yo tuviera algo que leer en los pucheros. La silueta de las torres Kio se dibujaba desde la autopista y nos recordó que Madrid no era Madrid, no era El Prado ni Atocha ni la viveza de la Gran Vía, sino un ente fantasmal abriendo las cabeceras de los telediarios. Miré hacia otro lado en el Vips donde frotaban con prisa los asientos que íbamos a ocupar y comprobé que los madrileños eran tan ruidosos como los recordaba, el miedo no se había colado en sus pupilas.
Cuando tocaba irse, alguien habló de un estuche y una caja de lápices. La emprendimos con el material de papelería y pronto la compra tomó trazas de ritual zulú. La familia entera estirando el tiempo, perdiéndose y encontrándose por los pasillos, dejándose enredar en discusiones fútiles sobre el color de un archivador. La ceremonia se asentaba a medio paso entre la ofrenda y lo funerario. Una comida frugal y nueva ronda de abrazos prohibidos. Un silencio empañado y la A 3 alargándose sin que nadie dijera gran cosa.
Pasados los nudos del extrarradio, los colores de la meseta hablaban de aridez, de vida cruda, de polvo y de cortinillas antimoscas, de pueblos taciturnos envarados alrededor de una gasolinera. Sin embargo, esa amplitud se me metió en el pecho. El horizonte, cuando se estira, se convierte en una metáfora hermosa. Unas nubes compactas gravitaban sobre la planicie pegadas a su sombra y las fotografié. Elegí una palabra para describir las sabinas engastadas en la tierra roja, pero ya la he olvidado. La luz del atardecer se metía en mi objetivo y descubrí que en ninguna de esas fotos estaba él. ¿Dónde va un hijo cuando sale de casa? ¿Más adentro o más afuera?