La caja tonta no lo es tanto; la televisión tiene un sobredimensionado poder como canal reeducador en las sociedades. Las series españolas someten diariamente a la población a un test intelectual y ayudan a la formación de una opinión pública, pero también conciencian y hacen sensibilización social contribuyendo a la no discriminación.
La ficción audiovisual lleva décadas abriendo el camino a la integración en muchos ámbitos, como el de la diversidad sexual. A pesar de que han ganado presencia los personajes de gays, lesbianas, personas trans o queer en las series audiovisuales españolas, un informe de ODA (Observatorio de la Diversidad en los Medios Audiovisuales) afirma que solo un 6’15% de los personajes televisivos en series de 2020 fueron LGTBIQ. Un espejo roto que oculta parte de la realidad
MURCIA. ¿Quién no recuerda a Diana, de Siete Vidas? Probablemente se convirtió —en 1999— en el único personaje de mujer lesbiana que había entrado en las casas españolas. Era ficción, pero logró tal éxito, tan genérico y mainstream, que ayudó a muchos casos reales a dar un paso al frente y visibilizarse ante su entorno. Anabel Alonso contribuyó a que mujeres lesbianas se autoaceptasen. ¿Y qué decir de Fidel (Eduardo Casanova), en Aída (2005-2014)? Un caso común de niño resabiado, amante de la literatura, y siempre con pose afectada, que desde la infancia se acercó a explorar su sexualidad y descubrió que le gustaba su amigo más macarra, el Jonathan. La historia de la televisión ha construido un imaginario LGTBI más cercano, mejor integrado socialmente. La imagen televisiva hace visibles e inteligibles los acontecimientos, los avances sociales y la evolución hacia la tolerancia de la diversidad sexual en todo su espectro.
Quizá el primer beso entre dos hombres que vieron la mayoría de actuales treintañeros fue el de Santi y Rubén, interpretados por Alejo Sauras y Bernabé Fernández en Al Salir de Clase. Corría el año 2000, y en los mass media ya había calado el personaje de Santi, un joven que no aceptaba su sexualidad y actuaba extraño, con rebeldía, hasta que conoció a Rubén y se enamoró perdidamente, reconociendo sus miedos a la no aceptación, haciendo que miles de espectadores adolescentes empatizaran con la discriminación que sufren las personas LGTBI por ser como son. Así, a pesar de la pervivencia de los estereotipos, ha ido calando el interés por identidades diversas, sexualidades disidentes que cada año son más normalizadas por los guiones de las producciones para televisión.
El panorama, no obstante, no es del todo alentador. Como reza el informe de ODA, el 6’15% de perfiles protagonistas de ficciones audiovisuales se identifican con el colectivo LGTBI; pero el porcentaje de personas bisexuales, gays y lesbianas es bastante más elevado en el mundo real. Cabe decir que perviven las identidades heteronormativas. No hay más que encender la televisión en prime-time y descubrir el discurso de género con el lastre de programas como La Isla de las Tentaciones, donde ya no solo se omite cualquier atisbo de diversidad sexual, sino que se perpetúa un protototipo machista con la complicidad de mujeres; llevando al terreno del debate cotidiano un discurso reaccionario.
Para que las personas queer lleguen a verse reflejadas en las series de televisión tiene que producirse el fenómeno previo de aceptación; aunque a veces los guionistas se anticipan a la propia sociedad. Así, en diferentes series se ha mostrado al personaje queer como algo exótico, con vidas desordenadas, con falta de afectos, en una situación de vulnerabilidad y diferenciado claramente del resto de protagonistas. La primera aparición de un papel de hombre gay en las series españolas, abiertamente declarado, fue en Farmacia de Guardia (1991-1995). El director, José Mercero, y el guionista, Eduardo Ladrón de Guevara, quisieron que Pablo, amigo de Kike (hijo en la ficción de Concha Cuetos y Carlos Larrañaga) declarase su orientación homosexual aun con incertidumbre sobre la reacción pública. Una salida del armario que sentó precedente y que ocupó la trama de un capítulo.
En la secuencia en cuestión, Pablo se dirige a su amigo Kike, futuro farmacéutico, para decirle “Deberíamos hablar de lo que estás evitando, de mi homosexualidad”. A lo que Kike responde en un tono violentado: “¿Qué pasa, que quieres que hablemos? Pues venga, vamos a hablar, ¿por qué, por qué lo eres?”. El contexto social que lo enmarca es el de un país en el que todavía no existía matrimonio igualitario; pero tampoco la posibilidad de unión como pareja de hecho a dos personas del mismo sexo. La incomprensión hacia el colectivo LGTBI, la discriminación y la falta de información al respecto estaban a la orden del día. La representación de las personas no heterosexuales y de géneros no binarios era un metraje en blanco, sin capacidad de ejemplificar. Es necesaria la aparición de referentes públicos para que algo se normalice.
La democracia en mayúsculas, el poder de la audiencia en los medios, nos ha llevado a esto. “El pueblo soberano es titular del poder; y la mayor parte de espectadores no saben casi nada de los problemas públicos, la información del demos es de una pobreza alarmante”, escribía Giovanni Sartori en su ensayo clave sobre la función de la televisión, Homo videns. La sociedad teledirigida. Así, es paradójico que se hayan abierto puertas a la visibilidad de personas trans, gays y lesbianas en series de éxito como Aquí no hay quien viva, o su sucesora, La que se avecina. El espíritu crítico del espectador asimila tanto el respeto a la orientación e identidad sexual, como la burla de aquellos que no la toleran.
Precisamente en La que se avecina el colectivo LGTBI está híper representado con diferentes tratamientos. María Casal e Isabel Ordaz interpretan a Reyes y Araceli, una cómica pareja de mujeres lesbianas. O el actor valenciano Víctor Palmero, que hace de Alba Recio, la hija trans de un pescadero homófobo y tránsfobo. Pero incluso perfiles así de discriminatorios son sometidos al filtro de la diversidad; y en algún capítulo hemos llegado a ver a Antonio Recio (Jordi Sánchez) sumergido en una fantasía sexual con Enrique Pastor (José Luis Gil); algo que, sin duda, ayuda a romper clichés y desacreditar la homofobia. Una revancha ante tantos años en los que los hombres afeminados y las mujeres con actitudes masculinas eran caricaturizados por sistema.
En las últimas dos décadas ha ido destripándose ese cliché, y con él, también la perspectiva crítica. Se ha solventado la discriminación mediante una presencia notoria de protagonistas queer, que podemos ver con naturalidad en Vis-A-Vis (2015-2019), Élite (2018), La Casa de Papel (desde 2017) y de forma suprema en Veneno (2020), donde todas las actrices que interpretan a mujeres trans son mujeres trans. Un esfuerzo que ya se ha premiado con excepcionales reseñas de la prensa internacional desde su llegada a las plataformas estadounidenses.
También hemos visto una presencia mayoritaria de personajes queer en creaciones de Javier Calvo y Javier Ambrossi, como Paquita Salas, o en una histriónica comedia sobre cultura milenial madrileña, Por H o por B, escrita y dirigida por Manuela Burló, donde uno de los protagonistas, Oli (interpretado por Brays Efe), es el fiel reflejo de una persona de género no binario, que rompe todos los estereotipos, e incluso patrones de conducta social para abundar en nuevas identidades.
Las claves del género y los roles constituyen un pilar fundamental en los guiones de series de ficción y con el paso del tiempo la representación de personas del colectivo LTGBIQ está más integrada en un contexto de normalidad. Gays y lesbianas han pasado de ser seres misteriosos, habitualmente antagonistas o villanos, a un acercamiento y comprensión de sus identidades y afectos; bajo la necesidad de una nueva protección pública y tolerancia por parte de la sociedad y la política. Así, la representación de personajes no heteronormativos sigue rompiendo barreras.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame