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'American Factory': cuando los chinos se llevan la producción a Estados Unidos

El documental, premiado en Sundance, sigue la evolución de una empresa china que se lleva la planta a Estados Unidos, el camino inverso. La fábrica se instala en Ohio, justo donde el cierre de General Motors ha arruinado la ciudad de Dayton, y bajo una premisa: "si aparece un sindicato cierro el negocio". Los trabajadores estadounidenses tendrán que adaptarse a las condiciones de trabajo chinas: sin horas extras pagadas y con objetivos estajanovistas. Pronto llegan los accidentes laborales y el conflicto cuando ven la necesidad de sindicarse para defenderse

11/11/2019 - 

MURCIA. Se puede leer en la prensa estadounidense de vez en cuando que los dos polos de este país, Los Ángeles y Nueva York, han empezado a reparar seriamente en Ohio desde que sus ciudadanos votaron a Trump después de que Obama ganase en 2008 y 2012. No es de extrañar que libros localizados en el sufrimiento de esta tierra -asolada por el paro, los suicidios y los opioides desde hace década y media- se estén convirtiendo en best sellers y un documental como American Factory se haya llevado un premio en Sundance a la mejor dirección de Steven Bognar y Julia Reichert.

Hay algo más, se trata de un producto de la compañía audiovisual Higher Ground, propiedad de Barack y Michelle Obama y lo está distribuyendo Netflix. Eso sin duda ha aupado el documental. En cuanto al contenido, el caso es harto curioso. En la ciudad de Dayton, de 150.000 habitantes, el cierre de General Motors tuvo como consecuencia la pérdida de 10.000 empleos. Afectó a 2000 familias. En 2015, sin embargo, se produjo el movimiento contrario. En lugar de salir la producción de Estados Unidos, volvió, pero como inversión extranjera.

Esta premisa, de entrada, es hasta morbosa. El país líder del capitalismo mundial, el que pastoreó la globalización, el libre comercio internacional que ha llevado los sectores productivos que más trabajo generan a los países donde más barata es la mano de obra, ahora ve cómo le llegan los chinos a invertir en su territorio como si ellos fueran la región rentable por su pobreza. Aunque en Europa no es distinto, los salarios del trabajador industrial chino ya alcanzaron los de algunos países del este y centro del continente y los de Portugal hace un par de años.

Inicialmente, Fuyao Glass America, que se dedica a la fabricación de parabrisas y vidrio para automóviles, contrató a 3000 personas. Una noticia maravillosa para Dayton. En un acto de presentación, los trabajadores llevaban sus currículum luciendo sus mejores trajes. Todo prometía, volvía a haber curro en la región, pero el sueño pronto se convirtió si no en pesadilla, sí en una desilusión. Ya en esa primera reunión se ve. Un asistente pregunta si hay que estar sindicado para que le contraten y le contestan: "No, ni queremos que lo estéis". Directamente.

Los motivos son evidentes: las condiciones de trabajo de los empresarios chinos son leoninas. De entrada, los trabajadores chinos de la planta están ahí para dos años en los cuales no podrán volver a casa a ver a sus familias ni una sola vez. Prácticamente, viven en la fábrica. Se alimentan de comida basura americana de cuarta calidad, es decir, lo que pueden comprar en el supermercado, cereales y bollitos tipo Pantera Rosa. Con eso tiran todo el día.

El trabajo que hay que realizar, en palabras de los estadounidenses, es "repetitivo y agotador física y mentalmente". Por el ritmo que se impone, pronto empiezan a llegar los accidentes laborales. Un trabajador que antes estuvo en General Motors dice que en quince años jamás le había pasado nada. A algunos de los que se lesionan, acto seguido les despiden. A los capataces chinos les dan cursos para lidiar con estas situaciones. Se ve cómo se les reúne a todos en una clase y se les dice que a los americanos les encantan los elogios, que prueben a hacerlo. Y remata el instructor: "¿Acaso no le gusta a los burros que les acaricien en la dirección del pelo?".

La mayor parte de los que han conseguido el trabajo estaban ya desesperados. Viviendo en el sótano de la casa de familiares, sin dinero para comprarle ropa a sus hijos. Una nueva oportunidad les salva la vida, pero llega un momento en el que no pueden tragar. El magnate que monta la planta había dicho claramente que como se formase un sindicato, cerraría la fábrica. Ellos se deciden a hacerlo. Es demasiado.

El resultado es de nuevo previsible, a través de espías despiden a todo aquel que se ha mostrado favorable a la creación del sindicato. No obstante, muchos trabajadores americanos están en contra de montarlo, de hecho, dicen que por fin tienen un empleo y no quieren que "nadie se interponga". El director, al ver que se le revoluciona el plantel, musita un proverbio que dice más o menos "árbol alto trae viento". La cuestión más problemática es la de las horas extras. Los chinos quieren que se hagan gratis, como en su país. Al final, se imponen con una subida de dos dólares a todos los trabajadores cobren lo que cobren.

El quid de la cuestión es lo mismo que le pasa a todos los empresarios del mundo, no hace falta que sean chinos, que se exceden. Todos plantean la misma contradicción. Aquí se dice que la producción debe ser cuidada, que no puede haber errores porque entonces se hunde la reputación de la compañía. Al mismo tiempo, marcan unos objetivos que, sencillamente, no permiten tener cuidado y por fuerza mayor se acaban cometiendo errores. Todos plantean una contradicción, que la producción sea buena y además abundante, una forma de sorber y soplar al mismo tiempo que solo se sostiene por un método: la explotación criminal de los trabajadores. No hay que darle muchas vueltas.

Entretanto, hay un viaje a China realmente espectacular. Van a Fuqing, localidad donde está la sede central de Fuyao y pueblo de simpática fonética anglosajona. Allí les enseñan cómo se trabaja en China bajo los retratos de Mao y los otros cuatro líderes de la revolución. Los trabajadores forman como en el ejército y se les pasa lista en posición de firmes. Echan doce horas al día y cantan consignas al unísono. Eso sí, todos están afiliados al sindicato, pero el oficial.

No paran de decirle a los americanos que tienen que esforzarse juntos y les recriminan que hablan mucho y hacen demasiadas bromas en la cadena de montaje. Finalizan el día viendo una coreografía con bailarinas que cantan "una empresa con producción eficiente crea el futuro".

Gran parte de las dos horas del documental se basa en choques culturales, pero lo esencial es el conflicto laboral. Si acaso, mención aparte merece que el momento más feliz de los chinos en Estados Unidos es cuando sus compañeros de trabajo les invitan a disparar armas de fuego en una barbacoa. En China están prohibidas.

La escena final es histórica. Como en todo el cine documental, inigualable porque es real. El magnate recorre la cadena de montaje, donde los trabajadores se han quejado de que hay zonas donde se alcanzan temperaturas insoportables, y le van mostrando los robots que han comprado. En cada brazo mecánico, un asistente del gerente le explica cuántos trabajadores han despedido gracias al ingenio tecnológico. El jefe está encantado.

Pocas veces una película ha mostrado de forma tan cruda y clara el contraste de lo que se espera de los trabajadores occidentales para que "sean rentables". Ni más ni menos que la alienación total.

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