MURCIA. A menor alfabetización numérica, los humanos somos más propensos a tragarnos las noticias falsas del coronavirus. Lo publicaba hace unos días el periódico británico The Guardian, en referencia a las conclusiones de una encuesta realizada en cinco países (Irlanda, Reino Unido, México, Estados Unidos y España) – el por qué no lo dicen-- a cargo de psicólogos sociales de la Universidad de Cambridge, para evaluar la susceptibilidad a la información falsa sobre el coronavirus y su influencia en comportamientos relacionados con la salud.
A la luz de los resultados, mejorar las habilidades analíticas, y en concreto, la capacidad de digerir y aplicar información cuantitativa amplia -- tomen nota, sus señorías -- podría ayudar a cambiar el rumbo de la epidemia de noticias falsas o infodemia, como acuña la OMS, en plena crisis sanitaria, algo que, según uno de sus autores, da esperanzas para frenar la propagación de las fake news.
Además de la falta explicaciones a las diferencias detectadas en cada país y de una mayor atención a cómo o por qué la desinformación se arraiga o algunas fuentes engañosas se vuelven legítimas, el estudio me produce la misma sensación que las recomendaciones que circulan por la red sobre el consumo de suplementos de vitamina D para prevenir la covid-19, un bulo a raíz de una mala interpretación intencionada de una conversación en Instagram entre la actriz Jennifer Garner y el epidemiólogo Anthony Fauci, el Fernando Simón yanqui. Sin duda, aprender a interpretar los números puede ser tan beneficioso en multitud de situaciones como suplementar con fármacos cuando existe algún déficit, pero otra cosa es pronosticar sin experimentos previos soluciones a problemas que, por mucho que le hayamos puesto nombre, todavía no encuentran definición consensuada.
La ciencia también es víctima de las modas. Las noticias falsas no desmerecen la atención de la investigación en diversas disciplinas. Ahí está el científico de datos Sinan Aral, senior del MIT de Massachussets, donde dirige la Iniciativa sobre Economía Digital, y estrella de las charlas TEDx como uno de los pioneros en el estudio de la desinformación digital. Pero hay que reconocer que son seductoras para la fiebre de las publicaciones científicas que contagia el mantra del “publica o muere”, y también para el eco en los medios de comunicación.
Ejemplo recién salido del horno es un estudio publicado en la revista Psychological Science, donde se sugiere que recordar informaciones falsas del pasado puede ayudar a proteger contra el recuerdo de la información falsa como verdadera, al tiempo que mejora la recolección de información y eventos del mundo real. Es decir, el impacto de las noticias falsas agilizaría la memoria fáctica, el reservorio de hechos que aloja el cerebro. La verdad, lo de “la mascarilla es inútil y asfixiante”, “si no se ve a ojímetro, ¿cómo va a existir el coronavirus?”, “el dióxido de cloro (para blanquear y limpiar) es un suplemento mineral milagroso” o lo de “el 5G contagia el virus y activará los chips de las vacunas”, no sé si agilizará el cerebro. De momento, lo que se me revuelven son otros órganos.
El sinfín de bulos que agranda el catálogo de noticias falsas sobre la pandemia se propaga a mayor velocidad que el coronavirus. El portal de verificación o fact-checking Maldita.es cuantificó en septiembre hasta 716 bulos sobre la covid-19. Desde que los teóricos de la conspiración se subieran al exprés del coronavirus, sazonando manifestaciones antimascarilla con eslóganes del tipo “lo que mata es el 5G”, “falsos test, falsos positivos”, “no somos delincuentes, queremos respirar”, las noticias falsas del coronavirus se engloban bajo otro concepto derivado, plandemia, que recoge todo lo que para los negacionistas forma parte de un inmenso complot que implica desde Bill Gates, George Soros y China a las farmacéuticas o los masones.
Más sofisticados, y más difíciles de combatir, son los bulos de bata blanca, como cuando aparecen supuestos estudios que incluyen afirmaciones como que el SARS-CoV-2 se desarrolló como arma biológica en un laboratorio en Wuhan (China) --véase el caso del informe Yan--, o que se trata de una estrategia para suprimir las libertades civiles, todo bajo la acusación conspiranoica a las revistas científicas de “afán censurador de pruebas importantes”.
La multiplicidad de canales y la celeridad de la transmisión de los mensajes vía redes sociales en tiempos de crisis se tornan en un auténtico caldo de cultivo o río revuelto para difundir información falsa y confundir a la población. Tan es así que, en el marco de la 75ª Asamblea de Naciones Unidas, los representantes de los diversos organismos que componen la ONU priorizaron en sus discursos la desinformación como uno de los mayores males de la pandemia. El mensaje más acertado lo pronunció la directora ejecutiva de UNICEF, Henrietta Fore: “Debido a que la desinformación es más un síntoma que una enfermedad, contrarrestarla requiere algo más que proporcionar la verdad. También requiere confianza entre líderes, comunidades e individuos”. En la misma asamblea, el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, instaba a los países a poner en marcha planes nacionales para combatir la desinformación sobre la covid-19 y otras enfermedades, y promover información sanitaria basada en la ciencia.
Reino Unido nos lleva años de adelanto en eso de poner freno a las fake news y promover una divulgación veraz, aunque su alcance todavía no supera a la popularidad de los charlatanes. Dos herramientas a replicar son Behind the headlines, del sistema sanitario británico, y la iniciativa Science Media Center. Francia quiere implantar esta última para luchar contra la desinformación, pero su implantación suscita controversias. Poca sorpresa para una importación del otro lado del Canal de La Mancha.
En un país como Francia, donde los grandes tabús sanitarios se discuten en público, pero también donde han subvencionado la homeopatía, poner en marcha lo que se anuncia como “Maison de la science et des médias", una agencia de comunicación destinada a acercar a científicos y periodistas --proporcionando a los medios resúmenes y archivos temáticos llave en mano, acompañados de citas de expertos cuidadosamente seleccionadas-- y promover el acceso a información fiable para el público en general, dentro del Proyecto de Ley de Programación de la Investigación para los próximos diez años, se recibe en algunos círculos, entre ellos algún que otro movimiento pseudo-racionalista, como una amenaza para la integridad de la producción y la difusión de conocimientos científicos y de la independencia periodística, dejándolas vulnerables frente a las potenciales presiones políticas o industriales. ¿Los argumentos? Viendo el ejemplo británico, la responsabilidad de la agencia queda en pocas personas, no todos los llamados “expertos” son científicos y un tercio de la financiación procede de diferentes grupos industriales (farmacéutica, energética, alimentaria, cosmética). Veremos en qué queda.
Controlar la información desde instituciones es abrir un melón añejo y que franquea siempre el debate de la censura informativa. Combatir las noticias falsas es urgente, tanto como hallar la vacuna para el coronavirus. Tal vez, por deformación profesional, soy partidaria de apostar por algo menos burocrático y sofisticado que las iniciativas de verificación de la información --aunque sean buenas convecinas-- y reforzar lo que ya teníamos, pero que siempre ha sido secundario: el periodismo científico, además de promover siempre la cultura científica (y mediática) desde la escuela. Porque el fact-checking no es más ni menos que eso: hacer buenas preguntas y sostenerse sobre fuentes fiables para proporcionar información veraz, un sistema infalible a prueba de bulos y de noticias falsas.