MURCIA. Quería yo hablaros de una cosa antes de que se me olvide. Igual me equivoco, pero según he podido entender a lo largo de mi vida, hay una España que madruga. Una España que representa la riqueza a través de la meritocracia. Que ha conseguido una fortuna a base de sacrificios, de esforzarse mil horas al día y mil días al año. Que es curranta y dobla el lomo como nadie, una España insuperable que merece todo lo que posee y mucho más. Es así, ¿no? Porque si esto es cierto, me pasa que no acabo de entender qué hacía esa España de madrugadores quejándose amargamente por tener que interrumpir sus vacaciones para ir a votar un domingo de julio. ¿Cómo que vacaciones? ¿Qué vacaciones? ¿Acaso la España cuya familia tiene 400 pisos por mérito propio y una próspera empresa inaugurada en 1939 puede permitirse el lujo de estar de vacaciones?
Yo había entendido que la gente de esa España trabaja incluso cuando duerme. Que ellos, los varones, son capaces de construir con sus propias manos un palacete veraniego en Mojácar y ya puede asomarles una hernia negruzca y fea a la altura del ombligo que jamás escatimarán en medios para cumplir con su obligación de crear riqueza entre los pobres para que no pasemos hambre. También están ellas, las mujeres, que se encargan de parir a futuros trabajadores meritocráticos a la vez que dirigen una compañía de aquellas que se fundaron con dinero público pero luego pasaron a manos privadas y luego siguieron en manos privadas solo que obteniendo del sector público la totalidad de su facturación anual.
A lo largo de la historia ha habido cuantiosos precursores de la España que madruga y que se hace rica madrugando. Pero no por ello conviene obviar a quien más ha influido en los estándares de productividad de los patriotas del chuletón y la escopeta. Exacto. Él. Francisco Franco Bahamonde. Un señor que jamás cejó en su empeño de hacer el ridículo en el Rif y que luego, una vez conseguido el poder gracias al dinero de otro español que madrugaba, el contrabandista Juan March, se dedicó a ignorar la agónica situación financiera del país porque: a) no tenía ni idea de cómo podía resolverse aquello, y b) prefería pasarse los días pescando salmones en el norte y cazando perdices en Cuenca.
Si bien la zanganería de la clase propietaria no la inventaron los autores del golpe del 36, lo cierto es que el terreno ganado fusil mediante fue decisivo para implementar el actual modelo hegemónico de sanguijuelas extractivistas. Los apellidos de confianza pudieron quedarse con las joyas de la corona de la economía española y los apellidos que hicieron méritos lamiendo y lamiendo el amargo escroto del fascismo fueron recompensados con el estatus de patrón que tanto ansiaban. Viejos y nuevos amigos, todos ellos madrugando a la vez. Los primeros, para venir a cobrarte el alquiler. Los segundos, para darte órdenes. Una mano dispuesta para que deposites allí más de la mitad de tu nómina y la otra mano agarrando fuerte el látigo que te sacude como una descarga eléctrica.
Y ese látigo es un látigo compartido entre todos los que necesitan que no descubramos que en realidad no son unos trabajadores incansables sino unos farsantes holgazanes. La patronal hostelera que en su puta vida ha servido una triste caña, los hijos de papá que echaron mano del patrimonio familiar porque tuvieron la magnífica idea de montar una tienda de gofres con forma de polla, los cuarentones con chinos que se creen Warren Buffet y no llegan ni a concursante de Gran Hermano. Las cotorras mañaneras de Atresmedia y Mediaset que quieren hacer creer que trabajan como mulas cuando en realidad acuden a plató con el tiempo justo de pasar por peluquería y maquillaje porque tienen a todo un enjambre de desgraciados mileuristas que les marcan en el teleprompter hasta las pausas para respirar.
Todos ellos, todas ellas: fraudes andantes, hijosdeputa avariciosos, vagos con las tripas llenas de marisco. Para lo único que sirven, su único esfuerzo, es asegurarse de que ese látigo que alzan con soberbia no alcance nunca a cambiar de manos.
Es raro encontrar a un gran hombre que no haya sido criminal a su manera. De Julio César a Napoleón. Si figuras entre los vencedores, todo te será perdonado, pero ¡ay de los vencidos! No habrá piedad con ellos.