La gente que escribe con diminutivos es -en líneas generales- la más agria de carácter. Nada como un ito para aparentar la bonhomía que no tienes. Nada como un pequeñita para demostrar docilidad. Ellos son los mismos que ahora dicen que el diminutivo ya no es cursi. ¿Qué es eso de cursi? En realidad, es muy probable que ahora todo sea cursi porque suele suceder que cuando algún vocablo cae en desuso es porque ya nadie plantea su contrario. Es lo mismo que ha ocurrido con palabras tipo hortera que ahora nadie usa porque puede que ahora todo sea eso y nada su contrario, puede ser que hayamos -como sociedad- abandonado el buen gusto (si es que todavía existe esa expresión).
When in London es habitual pensar que en los gustos hay tendencias y pilares, y que algunas veces los primeros se convierten en segundos, y los muros se derrumban cuando apremian los primeros. Desde Londres se evidencia que lo excéntrico es buen gusto porque nunca aspira a convertirse en mainstream, y si continúa incardinada en los parámetros de la exclusividad -muy probablemente- pueda ser tildado de eso, de buen gusto. Para el resto: chándales de marca y neoprenos de colores. Si los lleva todo el mundo no es que sean de mal gusto (que también, por supuesto), sino que han dejado de ser excéntricos y eso es algo que criminaliza tanto (o debería) como el tipo que conduce un diésel o el chaval que se disfraza de torrezno en una fiesta de cardiólogos.
Por la noche en Formentera es preferible conducir descapotables, siempre puedes recoger a quien se entrega al autostop o mirar a las estrellas sin que te deslumbren otras luces, Un descapotable es tan excéntrico y no-cursi como esas paellas suyas donde fríen todo junto: las langostas, las patatas y los huevos. Luego cae pinocha y se acumula el polvo, pero mientras tanto siempre se disfruta más con un descapotable, como en Londres, donde luego comen cosas tan ligeras como el sándwich de pepino y recuerdan a sus pares con los nombres de los platos. Cuánto gusto y excentricidad reunido en una isla. Por el día, están los que te ofrecen la bandeja de embutidos del país, sobrasada y fuet con dos tostadas de pa de pagès, nada que ver con las baguettes de Saint-Germain (conde excéntrico también) que le gustaban a la Hardy, que era excéntrica por ser musa y autora al mismo tiempo.
Si me invitan a un evento me intereso por el dónde, por el cómo y por el dresscode. Imagino que en algún momento aparecerá Anouk Aimée como en aquella escena de La dolce vita en la que habla con Marcello a través de la pared. Que mi mente siga dando vueltas a esa imagen sólo tiene dos explicaciones: la primera corresponde darla a Freud, la segunda es que en el fondo tengo un subconsciente tan excéntrico como el que no lo es.
Decía Foucault que “el saber es el único espacio de libertad del ser”. Lo perverso no es corroborar la veracidad del vaticinio sino comprobar que ni siquiera en estos días se manifiesta una voluntad real por conocer. He visto a bastantes alienígenas en la feria del libro de Madrid. Todos poseían un rasgo distintivo, ni compraban, ni miraban, ni siquiera se acercaban a curiosear, sólo andaban hacia arriba y hacia abajo como el que se deja llevar por las cintas transportadoras de un aeropuerto sin destino. Luego estaban los que se confiesan lectores empedernidos, pero sólo leen best sellers o los libros que aparecen en los suplementos culturales. Estos dos tipos suponen el noventa (o más) por ciento de los visitantes de la feria. Luego quedan cuatro, siete o diez que constituyen ese núcleo de lectores a extinguir. Los que leen para pensar o transportarse. Cuánto excéntrico. Cuánto raro, todavía, y cuánta gente quiere huir de esa etiqueta.
Siempre ha existido aquel que encuentra regocijo en la obra de Godard aunque lo entienda, que se toma los Negroni con ositos de sabores, que se viste con americana en la playa, que prefiere los Red Bull a un pincho líquido de tortilla, que defiende a Cortázar y erige el Aura de Fuentes como una de la cumbres de la literatura universal, siempre hay gente que no habla de chorradas cuando sube en ascensor o que no te aborda en una barra cuando tomas un espresso, siempre hay gente que defiende l’esprit asiatique, que prefiere al conde de Valmont en vez del Euro'24, que crítica al que se calla, que vislumbra lo real entre la mofa, que sugiere que las colas son un signo necesario para huir de lo incorrecto, que declara su aversión por etiquetas, dulces yermos, el halago gratuito y las pelis de Wes Anderson. Siempre ha habido gente para todo eso y más. El problema no es que cada vez seamos menos sino descubrir el gran estigma que se oculta tras lo excéntrico, comprobar que hay muchos de ellos que repudian lo distinto, que se integran en la masa, que prefieren ser vocal a consonante impronunciable. Y es que Jermyn Street luce más triste desde que nadie rinde homenaje a la estatua de Beau Brummell.
Oscar Wilde argumentaba: "Cada vez que la gente está de acuerdo conmigo siento que me estoy equivocando". Ahora otros dirían: Cada vez que la gente defiende a Hemingway frente a Fitzgerald se revuelve en Père-Lachaise el irlandés en su tumbita (con perdón).
Es raro encontrar a un gran hombre que no haya sido criminal a su manera. De Julio César a Napoleón. Si figuras entre los vencedores, todo te será perdonado, pero ¡ay de los vencidos! No habrá piedad con ellos.