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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Un país de exhaustos

29/11/2021 - 

Como sujeto autoexplotado que soy, cada vez que paso un rato con mi madre el encuentro forma parte de una larga lista de multitareas. La recojo en su portal, por ejemplo, de camino a la clase de piano y tomamos un café mientras la niña repasa la última pieza del libro cuatro. ¿Qué te toca hacer hoy, hija? Mi madre ha aprendido que mi vida es un tren sin paradas y debe subirse en marcha. La vigilo de reojo mientras se acomoda en el asiento del copiloto y me pregunto si debo confesar que también estoy de guardia localizada, mirando el teléfono a cada rato, lista para salir pitando hacia el hospital. O que a continuación sacaremos a la perra por el río en vez de detenernos en esa cafetería donde pide un descafeinado de sobre para cada una y se empeña en que elija algún bollo "porque no me comes nada". Quizá le diga que pronto vamos a aparcar en el súper porque mi nevera parece soviética y la charla va a darse por encima de un carrito. 

Las quejas sobre mi padre se intercalarán entonces entre los kleenex cajas, papel WC y el azúcar moreno. Cuando la llamo por las noches, intento que no se oiga el choque de la loza porque estoy recogiendo el lavavajillas mientras ella se vacía, igual que las bandejas del electrodoméstico. Mi madre no se sorprende ni escandaliza, tampoco me juzga, es mi gran maestra. Fue una avanzada del multitasking y cuidó de 1,7 abuelos metidos en casa cuando tenía la edad que tengo yo ahora (cuando murió el último calculó la media de una década entera). Mientras tanto empujaba una carrera científica a la vez que se batía con dos tuppers de jamón york rotulados en la nevera (uno para su padre y otro para su suegro). La escena de su vida que más se ha incrustado en mi fantasía es cuando, recién nacido algunos de nosotros, le hicieron agacharse para encender el horno y se le saltaron los puntos de la episiotomía. Le sonrío en el primer semáforo y procuro no sonar cansada. "No, mami ─miento con solvencia─, hoy no estoy de guardia". Quiero darle mi tiempo en singular. Después de ese horno y ese pollo y esos puntos que saltaban por el aire se ha ganado mi exclusividad, debería dársela. Pero no lo consigo y me siento profundamente abatida.

Como sujeto autoexplotado que soy, creo que soy libre y emancipada pero cada uno de mis actos está condenado a la insuficiencia. Ni buena hija ni buena madre ni buena profesional ni buena amante o compañera. El sujeto autoexplotado que soy no lo fue siempre y añora los tiempos en los que no teníamos cosas pero podíamos hablar de todo y de nada y todo importaba un carajo. Había rituales. Había tedio. Mis hijos se visten con los mismos vaqueros rotos que en los ochenta pero se ríen de lo cutres que éramos yendo de camping o atacando las carreteras con la cabina del coche oliendo a tufo de filete empanado y tortilla. Había silencios que no querían decir enfado ni vacío, sólo decían pausa. Interludio. Los encuentros no eran verborreicos ni fugaces.

En La sociedad del cansancio, el best-seller de Byung-Chul Han, ya se nos advirtió hace una década del peaje que estábamos pagando por la estafa de la falsa libertad que sólo es sometimiento, hiperrendimiento. Los males que trae de la mano ya estaban aquí antes de la pandemia, pero ya se nos hace difícil mirar a otro lado. Burnout, depresión, adicciones, opresión. Sujetos colapsados, dopados, bellas durmientes o extenuados diversos que se reparten en los vagones del metro o detrás de los mostradores. ¿Quién puede negar a estas alturas la otra pandemia, la silenciosa?

"El sistema sanitario no ha colocado aún la salud mental en su propio centro ─denuncia Manuel Jabois en este artículo ─ cuando ya lo está, desde hace tiempo, en el centro de las personas". No se me ocurre una forma mejor de resumirlo. Reseña en su columna el valiente libro del periodista Anxo Lugilde (La vieja compañera, Ed. Península), en el que desnuda su historial depresivo y nos exhorta: ¡depresivos, salid del armario!

La buena noticia es que la salud mental está por fin bajo los focos. La mala noticia es que somos los mismos pringados de siempre, más temblones que antes, esperando en nuestros despachos a la avalancha. La cosa se mueve en los gobiernos autonómicos y nacionales pero, si tardan demasiado, nos encontrarán más deprimidos que los mismos clientes. Ya existen profesionales devorados por condiciones draconianas de trabajo en el ámbito privado. Los fast food de la psicoterapia online son un ejemplo de la mercantilización Psi- y ya se prodigan en las redes. Son un alivio asequible para quien está soportando una lista de espera de cuatro meses, pero ocultan la precarización del profesional al otro lado de la línea. TerapyChat es la versión española de estas cadenas low cost y frivolizó hace poco su oferta durante tres días en Madrid con La Llorería, un local que ofrecía alivio emocional flash y generó largas colas en el barrio de Malasaña. Además, el servicio telefónico no está alejado de los reclamos clásicos de una línea caliente: se premia a los que sostienen a sus pacientes de forma indefinida, ¿es ese un criterio de calidad en un abordaje serio? Una psicoterapia es algo más que Mr Wonderful al teléfono y los pacientes merecen respeto y delicadeza, algo más allá del "tú puedes" o "búscate un hobby" que te diría un amigo tomando un cortado y sin cobrar tarifa. Debería ofrecerse en la sanidad pública y estar sometido a un riguroso control de calidad. Pero en España siempre se ha pensado que a los servicios de salud mental podría destinarse cualquiera que prestase su oreja, regalara consejos o, lo que es peor, quisiera cobrar su salario sin despeinarse. A menudo me oigo que mis enfermeras no necesitan formación porque "ya irán aprendiendo sobre la marcha". Este mantra está muy alejado de lo que necesita una persona que sufre mentalmente, como lo está nuestra pobre cifra de psicólogos por cien mil habitantes (6, en comparación con los 18 de la media europea). Si el nuevo Plan de Acción de Salud Mental y covid-19 sale adelante, no estará nada mal ver cómo sube la media pero, ¿es eso todo?

Iñigo Errejón, en un lúcido artículo se pregunta por qué hace tiempo que la ficción futurista que consumimos es una pura catástrofe. Qué o quién nos ha quitado el derecho a imaginar un mundo mejor para nuestros hijos. Lo que nos pasa como colectivo es idéntico a lo que le pasa a un sujeto deprimido: no puede concebir un mañana en el que le apetezca acomodarse, ¿debe ser siempre un profesional sanitario quien nos enseñe a soñar otro mundo?

Medito sobre todo esto mientras cierro la tarde y arrastro los pies con mi perra por Viveros. El parque está hermoso, iluminado, y me dejo engullir por la atmósfera navideña que palpita en la oscuridad de noviembre. El guarda de seguridad me recuerda con un gruñido que ya van a cerrar, pero Noa y yo igualmente nos escurrimos entre prodigiosas carrozas, animales gigantes y arcos de luz violeta. El resplandor me ha arrancado una sonrisa y una gratitud inmensa por quien haya ideado estes Llums de Vivers. No sólo de antidepresivos se nutre el alma. En el rincón más apartado, entre las estatuas románticas y los gatos huidizos, han instalado hadas, elfos y criaturas fantásticas. La atmósfera es tan tierna que me caldea el espíritu y enseguida imagino aquí a mi hija, que ya ha insistido en montar el árbol. "El que no cree en la magia nunca la encontrará", reza en un rótulo la famosa cita de Roald Dahl. El que esté exhausto tampoco, me digo.

Descansemos bien antes de imaginar el futuro. Es más importante imaginar el mundo que llegar a explicarlo. 

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