MADRID. Tres colores, los de la bandera francesa: azul, blanco y rojo. Tres conceptos, los que conforman el lema de la vecina República: libertad, igualdad y fraternidad. No, no estoy hablando de la actualidad política, me refiero a una de las trilogías más famosas de la historia del cine, los “Tres colores” del cineasta polaco Krzysztof Kieslowski, tres films rodados entre 1993 y 1994 que, con motivo de su treinta aniversario, vuelven a los cines en copias remasterizadas 4K. Las fechas: Tres colores: azul se estrenó el 5 de julio, Tres colores: Blanco llega el 12 y Tres colores: Rojo el 19 de julio. Y eso no puede ser más que motivo de alegría y emoción, tanto para quienes ya las conocemos como para quien no.
Quien no conozca la trilogía ni a su autor puede suponer, leyendo el párrafo anterior y dado el esquema de colores y valores que Kieslowski plantea, que se va encontrar con sendos discursos didácticos y convencionales sobre los pilares de la Ilustración. Nada más lejos de la realidad. Kieslowski, con su guionista Krzysztof Piesiewicz, no van a lo fácil ni a lo manido. Si no se presentaran como trilogía y con la referencia a los lemas y los colores de la bandera, probablemente no pillaríamos la intención. Sí seríamos muy conscientes de estar ante obras cinematográficas mayúsculas, pero no haríamos fácilmente esa conexión con la libertad, la igualdad y la fraternidad. Así de personales y autorales son. Pero como no se presentan así, sino con unos títulos muy concretos y entrelazadas entre sí por algunos elementos, además de por haber sido creadas a la vez y rodadas de forma continuada, el alcance de los relatos y sus efectos de sentido se expanden.
Olvídense de esas historias bienintencionadas que llenan las listas de eso que llaman “cine con valores” en festivales y aulas. Aquí, la libertad (azul), la igualdad (blanco) y la fraternidad (rojo) son la base de relatos complejos, sutiles y nada previsibles. Además de bellos y fascinantes, claro. En Tres colores: azul, una mujer, interpretada por una excelsa Juliette Binoche y su rostro extraordinariamente captado por la cámara, pierde a su marido y, en el proceso de duelo y asunción de la pérdida, pero también de algunas verdades ocultas, encuentra una libertad nada sencilla de asumir.
En Tres colores: blanco, en un extraño tono cómico, cuenta la historia de un inmigrante polaco (Zbigniew Zamachowski) que decide volver a su país cuando la mujer que ama (Julie Delpy) le abandona y esa historia de amor acaba siendo un tortuoso relato sobre la imposibilidad de la igualdad. Y, finalmente, en Tres colores: Rojo, la fraternidad se expresa caprichosamente a través de la azarosa unión entre dos personajes muy diferentes, una modelo interpretada por Irène Jacob y un solitario y excéntrico juez retirado, encarnado por Jean-Louis Trintignant. Y en todas ellas, la música de Zbigniew Preisner juega un papel esencial.
La reflexión que hace Kieslowski en torno a los valores de la Ilustración, a sus límites y contradicciones, no es reconfortante; de hecho, es amarga, dolorosa y, a ratos, desconcierta, sobre todo cuando esos valores revelan una banalidad desoladora. Hay dolor, hay drama, hay farsa y hay fracaso: el de los personajes, el de la Ilustración y el de Europa. Y, aunque he dicho al principio que no estoy hablando de la actualidad, me temo que no es cierto. Hablar de la trilogía de los Tres colores es hablar de lo que está pasando ahora. De esa tremenda situación social y política en la que vivimos, en la que la ultraderecha pone en peligro, en Francia y en toda Europa, los derechos y la convivencia democrática. El homenaje desencantado a Europa que Kieslowski construye encaja a la perfección con el momento actual, así que su reestreno no podría ser más oportuno.
Y es que la trilogía está compuesta por ese tipo de películas de largo, larguísimo recorrido. Esas que se quedan pegadas a la memoria y siempre vuelven, y cuyas imágenes y secuencias riman, cuando menos te lo esperas, con lo que encuentras en la realidad (y hoy en día, riman, ya lo creo que riman). Esto no es algo propio de la trilogía puesto que sucede con toda su producción, entre la que destaca poderosamente el Décalogo (1988), una serie de televisión de diez capítulos en la que ofrece una reflexión contemporánea y personalísima sobre los diez mandamientos. Una obra magna y extraordinaria, de la que, ampliando la duración, se desgajaron dos capítulos para estrenarse en cines, No amarás y No matarás.
Mientras escribo todo esto y rememoro al cineasta me doy cuenta de que no entiendo por qué, a pesar de que su obra es memorable e imprescindible, el mundo tiene a Kieslowski un poco olvidado. Quizá porque no encaja en categoría alguna y su cine, sutil y complejo, preocupado por cuestiones morales, éticas y espirituales, desborda modas y tendencias. El feliz reestreno de la trilogía es una buena oportunidad para volver a él o acercarse por primera vez. Hagan la prueba viéndola en una sala de cine, o cualquiera de las que forma su Decálogo y el resto de su filmografía: además de la experiencia estética y narrativa que suponen, verán cómo el mundo no les parece el mismo.