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como ayer / OPINIÓN

Tribulaciones de un obispo carthaginense en Roma

La defensa del Dogma Inmaculista por fray Antonio Trejo

9/12/2021 - 

MURCIA. Fueron numerosos los murcianos que dieron ayer fiel cumplimiento al rito de pasarse por la plaza de Santa Catalina para visitar el monumento a la Purísima que se alza en su centro y elevar una oración a la Virgen en la marianísima y españolísima fecha del 8 de diciembre, por más que en nuestros días sean muchos también los que se dejan caer por allí, a diario, atraídos por la proliferación de establecimientos hosteleros en aquél entorno.

Fueron 67 los años que se cumplieron ayer de la inauguración del monumento, compuesto por el alto pedestal diseñado por el entonces arquitecto municipal, Daniel Carbonell, y la pétrea escultura de la Inmaculada, tallada por el gran artista murciano Juan González Moreno, autor también, entre otras destacadas obras, de la sedente efigie del Cardenal Belluga que preside la Glorieta.

La instalación de tan notable homenaje a la Purísima Concepción se hizo coincidir con el centenario de la proclamación del dogma inmaculista por el Papa Pío IX en la misma fecha del año 1854, tras siglos de devoción al misterio, de arduos debates teológicos sobre el mismo y de defensa de la virginal pureza de María por parte de España, con sus monarcas a la cabeza.

No hay exageración en ello, pues ya en el año 675, en el IX Concilio de Toledo, el rey visigodo Wamba era denominado 'Defensor de la Purísima Concepción de María'. Y desde el siglo XIV se data la existencia de hermandades dedicadas a dar culto a la Inmaculada.

"El rey Felipe III lo designó para la mitra de Cartagena en 1618, territorio que rigió hasta 1635, su fallecimiento"

Pero los principales hitos en lo que al Reino de Murcia se refiere relacionados con el dogma y con la veneración de la Purísima Concepción se produjeron en los inicios del siglo XVII, siendo obispo de la Diócesis el franciscano fray Antonio Trejo. El rey Felipe III, por un privilegio que se mantuvo desde los Reyes Católicos hasta Juan Carlos I, lo designó para la mitra de Cartagena en 1618, territorio que rigió hasta 1635, fecha de su fallecimiento.  

Cuando el rey presentó a Trejo como futuro obispo de Cartagena, ya advirtió al interesado que se dispusiera para desempeñar en Roma la embajada que él enviaba para recabar la definición pontificia del misterio de la Inmaculada. Le parecía al monarca que Trejo era el más apto para ejercer dicha embajada, porque a las cualidades enumeradas en la designación como su candidato como prelado diocesano unía la que le daba el haber gobernado una orden decididamente inmaculista, como la franciscana, y el hecho de tener en la curia romana a un hermano, el cardenal Gabriel de Trejo, defensor también de la declaración dogmática.

Tan cierto es que la designación episcopal llevaba aparejada la delicada embajada para defender ante la Santa Sede la opinión favorable del rey sobre la definición del dogma de la Concepción Inmaculada, que al día siguiente de entrar en la Diócesis, el 3 de octubre de 1618, anunció al Cabildo Catedral su intención de marchar para Roma a cumplir con su cometido.

Y fue así como el 22 de noviembre embarcó en Cartagena rumbo a la península itálica, y tras sendas escalas en Barcelona y Génova alcanzó su destino, el puerto de Civitavechia, el 13 de diciembre, siendo recibido con honores por los envidos del Papa y el ejército de los Estados Pontificios, como embajador extraordinario que era del rey de España.

Regía la Iglesia Pablo V, que recibió al obispo Trejo en el Vaticano el 16 de diciembre, como lo hizo tres días después para abordar el asunto que ocupaba al embajador, entregando Trejo a Pablo V la carta que le dirigía el rey de España y todos los demás documentos, que iban en una caja repartidos en quince legajos.

Tres de estos legajos contenían los documentos procedentes del reino de Aragón, uno de Portugal, otro del reino de Castilla, cuatro del arzobispo de Toledo, tres de los arzobispos de Santiago, Sevilla y Granada, con sus sufragáneos, y tres más de los confesores del rey y del príncipe heredero; finalmente, otros tantos encerraban los memoriales de los superiores de todas las órdenes religiosas, en que pedían al Papa la definición dogmática del misterio mariano.

Pero de nada valieron los buenos oficios y excelentes argumentos aportados por el obispo de Cartagena, como tampoco los poderosos e influyentes partidarios que sumó a la causa durante su estancia en Roma, tanto en persona como por escrito, ni las nuevas audiencias que mantuvo con el pontífice.

A todo contestaba Pablo V diciendo que reconocía que era muy piadoso el afecto del monarca a la Madre de Dios, practicando lo que convenía a un rey, cristiano y prudente, pero argumentaba que no siempre se puede condescender con los deseos de los soberanos sobre materias que se regulan, no por el juicio de los hombres, sino por la inspiración del Espíritu Santo. Añadía que en la declaración de los misterios de fe no había que proceder precipitadamente, sino con madurez y profunda reflexión, y más en esta materia en que aparecían divididos los más graves doctores.

Finalmente, mediado el mes de abril, el obispo Trejo, empujado tanto por el fracaso de sus gestiones como por las insidias de quienes se sentían celosos de su influjo, como el confesor del rey, fue relevado de su encargo, aunque diversos retrasos y controversias prolongaron su estancia en Roma hasta el 20 de mayo de 1620, regresando entonces a su Diócesis, donde prosiguió su empeño en ensalzar la Pureza de María.

Y lo hizo, primero, convocando un sínodo en el que los cabildos eclesiástico y civil, y después los concejos de todas las localidades del Reino de Murcia, juraron defender el misterio de la Inmaculada Concepción. Y después, mandando edificar, para memoria imperecedera, la capilla de la Purísima en el trascoro de la Catedral murciana, entronizando en ella la imagen que todos podemos aún contemplar, una de las más antiguas que se conservan en toda España de esta advocación. En dicha capilla fue enterrado en diciembre de 1635, pocos días después de haber celebrado, por última vez, la festividad a la que entregó gran parte de su vida.

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