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DESDE MI ATALAYA / OPINIÓN

Tiempo de calabazas

Foto: CARLOS CASTRO (EP)
19/11/2023 - 

MURCIA. Me dicen el coro de la morera, la higuera, el granado, el membrillo y el jinjolero de mi huerto que estamos en otoño. Que pronto dejarán caer todas sus hojas que ya amarillean y retiraran su savia vivificante hacia el tronco y las raíces, sus cuarteles de invierno. Que las hojas caídas se descompondrán en el suelo y lo enriquecerán preparándolo para nutrir los árboles y plantas cuando despierten en primavera. Que han de prepararse para las largas noches, los fríos vientos y las gélidas escarchas que están por venir.

Y me reconforta, me serena, sentir que un año más se repite cadenciosamente el ciclo de las estaciones. Tras el verano, llega el otoño, preludio del invierno y de la lejana primavera. Lejos de cambios abruptos, de ocurrencias y sobresaltos a los que por desgracia nos quieren acostumbrar. Qué suerte haber nacido y vivir en estas latitudes, junto al Mediterráneo. No me puedo imaginar de esquimal, rodeado de hielo todo el año y metido en un iglú, ¡qué claustrofobia!; o de tuareg, rodeado de un desierto infinito, ¡qué agorafobia!; o sencillamente en Bruselas, nublado y con lluvia día sí y día también durante meses, ¡deprimente!

"Da pena observar cómo las nuevas generaciones han perdido estas sensibilidades"

Y me viene a la cabeza lo que me contó mi amigo Fabio Zúñiga, un indito guatemalteco que conocí en un curso internacional, que tras acabar su carrera de Veterinaria marchó buscándose un futuro mejor a Canadá en verano y se empleó en una vaquería en Toronto. Todo fue bien al principio, buen trabajo y mejor salario, pero llegó el invierno, los termómetros bajaron hasta cuarenta grados bajo cero, y a él le salieron sarpullidos en las manos y empezó a encontrarse mal, y comenzó su peregrinaje de un médico a otro, y a sentirse peor, hasta que uno le vino a decir algo así como: no es cuestión de pastillas, es que tu naturaleza no es para este clima, o te bajas al Sur o lo vas a pasar muy mal. Y, dicho y hecho, se volvió a su tierra.

Otoño en nuestra Región es tiempo de disfrutar de las hortalizas y las frutas de temporada de las huertas y campos que nos rodean, de los ajos tiernos, las acelgas, los primeros alcaciles, las calabazas, los boniatos, las olivas, los membrillos, los dátiles o las granadas. De los níscalos y los frutos secos, como las nueces de Moratalla. De los ahora más apetecibles embutidos, las carnes y los asados. De los primeros vinos de la reciente vendimia y el aguardiente destilado de sus heces.

Tristemente, ya no podremos disfrutar de las matanzas, prohibidas y perseguidas absurdamente hace unos años so pretexto de cuestiones nimias de salud pública que hubiesen podido ser fácilmente resueltas.

Las matanzas, un evento que tuve la suerte de gozar, eran un ritual gastronómico y festivo único y singular que durante siglos había sido un recurso de primer orden de la empobrecida economía de los huertanos, y que había contribuido a tejer las relaciones de buena vecindad, vitales como redes de apoyo para la supervivencia en épocas de escasez.

El huertano que mataba ese día su chino, cochino, o cerdo soguero (llamado así porque se mantenía al final de su cebo atado de una pata a la higuera de la puerta de la barraca, alimentándose de los higos que caían y de los restos de las cosechas o de las comidas de las casa) avisaba a amigos y vecinos que encantados acudían y participaban de manera activa desde muy temprano. Siguiendo los pasos que marcaba el matachín se iba despiezando el enorme marrano o la marrana que llegaba a pesar más de dos decenas de arrobas; se elaboraban embutidos y otras ricas viandas, algunas de las cuales eran consumidas con algún que otro trago del porrón o la bota de vino tras su correspondiente vuelta y vuelta en las brasas que desde bien temprano se habían preparado. Todo se compartía y se repartía entre los asistentes y vecinos. Hoy por ti y mañana por mí. Del finado animal se aprovechaba todo, haciendo verdad el dicho popular: "Del cerdo hasta los andares".

Y las ollas de cerdo, viuda, o gitana, por recordar sólo algunas de las más comunes,  que empezaban a burbujear en los hogares con la llegada de los primeros fríos, impregnándolo todo de un aroma que "resucitaba a los muertos", como decía mi abuela. Por cierto, expresión más que apropiada en por el primero de noviembre.

Alimentos de otoño, ricos en calorías, precisamente cuando nuestro cuerpo necesita más energía para mantener su homeostasis térmica. Maravillosa adaptación de los alimentos y los hombres, o viceversa. Y benditas tradiciones enraizadas en la esencia de las personas, en sus necesidades.

Da pena observar cómo las nuevas generaciones han perdido estas sensibilidades, o no han tenido la oportunidad de descubrirlas y, por tanto, de interiorizarlas, de amarlas, ya que sólo se ama lo que se conoce. Hoy podemos poner en nuestras mesas todo el año, incluso en invierno, melones, sandias y toda clase de frutas de hueso. Frutas defraudadoras del sabor, triste remedo de las originales, insípidas y estropajosas las más de las veces, que fueron cosechadas verdes en otros continentes para aguantar su largo transporte en cámaras frigoríficas.

Ampliemos la acepción de la expresión "dar calabazas" más allá de los exámenes suspensos o  el rechazo de los pretendientes, y demos calabazas a los alimentos de fuera de temporada. Descubramos el placer de la espera y alimentemos mientras tanto nuestra imaginación con las texturas, olores y sabores que anidan en nuestros recuerdos. Consumamos los frescos y lujuriosos albaricoques, melocotones o ciruelas, las frutas del verano, cuando llegan los calores, y gocemos las primeras y apretadas alcachofas y los níscalos en otoño. Nuestro cuerpo lo agradecerá.

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