MURCIA. Hace una centuria, en la semana de fiestas primaverales del año 1923, el programa a desarrollar era bien diferente del actual, pero no carecía de atractivos bastantes como para que la ciudad acogiera a numerosos visitantes, deseosos de conocer de primera mano la forma de celebrar de los murcianos el cíclico estallido de vida coincidente con la gran solemnidad cristiana de la Resurrección.
Lo que hoy damos por supuesto, es decir, que las Fiestas de Primavera acudirán puntualmente a su cita, no estaba tan claro hace un siglo, cuando diversas circunstancias sociales, políticas y económicas ponían en duda que lo festejos se hicieran realidad.
Lo explicaba La Verdad en el mes de enero de ese año, recién adoptada por el municipio la decisión de que habría festejos aquel año, y aseguraba que aplaudía "la determinación del Ayuntamiento, puesto que el espíritu público, deprimido por los desastres de la guerra (de África) y por las calamidades que anteriormente se proyectaron sobre la Región, necesita expansionarse en espectáculos qua proporcionen a los ánimos abatidos y pesimistas algunos momentos siquiera de jocundidad".
Pero a la vez reclamaba que "el programa que se forme, y especialmente la ejecución del mismo en todos sus detalles, respondan a la cultura, la moralidad y el elevado sentido estético de nuestro pueblo", al tiempo que se lamentaba que los famosos trenes-botijo, repletos de visitantes, que en otro tiempo llegaban a la ciudad para asistir a las procesiones y a los festejos cívicos, hubieran desaparecido, por lo que se demandaba una más eficaz propaganda.
Como prólogo, el Club Taurino organizó en la noche del entonces Sábado de Gloria una gran verbena en la Glorieta, que se encontraba "artísticamente adornada con colgaduras de colores en forma de cadenetas de papel. Pendían también farolillos a la veneciana en abundancia y de diversas figuras. Como es natural no faltó en la verbena el encanto de las bellas murcianas, elegantemente ataviadas, muchas luciendo riquísimos mantones de manila, que dieron lucido realce al acto". Una banda de música amenizó la velada y, llegada la medianoche, se quemó una extensa traca, que gustó mucho.
Probablemente fuera por entonces el Bando de la Huerta el festejo más alicaído, al punto de que no entraba en los planes de los organizadores de las fiestas de aquel 1923, pero a última hora, y casi por sorpresa, desfiló en la tarde del Domingo de Resurrección, como hizo en otras ocasiones (y también, por la mañana, pisándole los talones a la procesión).
"Tal vez por la improvisada organización que tuvo, y no esperarle el público, o por lo menos gran parte del mismo, no tuvo la desbordante acogida de entusiasmo que en otros años se ha visto”, indicaban las crónicas, que echaban en falta al "gran poeta panocho", que no era otro que Frutos Baeza, fallecido cinco años atrás, si bien las soflamas de otros, como cuyo Frutos Rodríguez, José Laencina y Antonio Zamora provocaron "el regocijo de los huertanos".
La casi improvisada cabalgata la integraban cuatro carretas adornadas, simulando tres de ellas barracas huertanas y la otra un grupo de mujeres tendiendo las andanas del gusano de la seda. Los tripulantes vestían los trajes típicos de la huerta. Rompiendo marcha iban tres jinetes cabalgando otras tantas yeguas, y detrás una recua de burros con fantoches y esperpentos y mozos con zaragüelles.
Nada que ver, ni de lejos, con el Bando de nuestros días que, a su vez, en bien poco se parece al sencillo, pero vistoso, desfile de hace medio siglo, que más de un lector habrá conocido, y que hace justo 50 años pasó al martes de la semana pascual.
En la tarde del Lunes de Pascua se celebró la Batalla de Flores en 1923. Dirigió aquel año el festejo el periodista Pedro Jara Carrillo, director de El Liberal y, a modo de presentación de lo que iba a suponer el festejo, se anunció que los jardineros murcianos había confeccionado 400.000 ramos de flor como munición, aparte las clásicas serpentinas y el confeti. Nueve carrozas y más de 20 coches, debidamente engalanados, compitieron en arte en el desaparecido Parque de Ruiz Hidalgo, a orillas del Segura.
El Entierro de la Sardina ocupó en aquella ocasión la tarde y noche del martes, pues partió a las seis desde la plaza de Santo Domingo, como era habitual por entonces. Amén de las comparsas y de numerosos hachoneros y bengaleros, desfilaron seis carrozas, tituladas ‘Dios del Fuego’, ‘Tesoro del Brujo’, ‘Dios Baco’, ‘El Infierno’, ‘Dragón de Fuego’ y ‘Vulcano’.
Ardió un paquete de bengalas en la carroza infernal, precisamente, y cundió el pánico, aunque no llegó el susto a convertirse en tragedia, como sucedió en 1906, si bien la voluptuosa ‘diosa’ que lucía recostada en la boca del monstruo de cartón-piedra que la coronaba, se llevó tal pasmo que no quiso continuar una vez apagadas rápidamente las llamas por la escolta de bomberos que acompañaba al cortejo. Y se estrenó la comparsa de viudas, resucitada muchos años después.
Lo que entonces era tetralogía de cabalgatas fue cerrada por el Coso Blanco, con siete carrozas y un buen número de automóviles, adornados todos, y vestidas las tripulaciones, de ese color.
Lo describió El Liberal como "festejo bonito y culto, artístico y señorial, no llega a tener la fastuosidad y brillantez de colores y de luz que la Batalla de Flores y el Entierro de la Sardina. Sin embargo, en el Coso celebrado ayer, último festejo popular, hubo extraordinaria animación, se caldeó el ambiente ante la reñida lucha entablada con serpentinas y confeti, y resultó una fiesta admirable y brillante, de arte y de derroche de hermosas mujeres". Y tuvo también como marco el Parque de Ruiz Hidalgo, escenario tantas veces de las Fiestas de Primavera del ayer.