Friedrich Nietzsche es uno de los filósofos más famosos de la historia. Sus obras son sobradamente conocidas, aunque lo que igual es menos conocido es su precario estado de salud. Esta salud tan delicada suponía en ocasiones un importante obstáculo para poder continuar su labor filosófica.
En concreto, en 1882, Nietzsche tenía importantes problemas de visión que, junto con otra sintomatología, le impedía tanto leer como escribir. Ante esta situación, decidió probar suerte con una máquina de escribir. Pero no era una máquina de escribir cualquiera, sino que era la máquina de escribir esférica creada por el danés Rasmus Malling-Hansen.
Durante seis semanas, Nietzsche aprendió a utilizarla hasta el punto de ser capaz de escribir con los ojos cerrados. Al cabo de ese tiempo, la máquina sufrió una avería, y el técnico que la trato de arreglar la acabó inutilizando por completo. Entre eso, y que Nietzsche no estaba muy satisfecho con la velocidad que era capaz de alcanzar escribiendo, su aventura con la máquina de escribir llegó a su fin.
Lo curioso es que, al empezar a utilizar la máquina de escribir, la forma de escribir de Nietzsche cambió. En vez de largos argumentos, empezó a utilizar aforismos. La descripción de pensamientos fue sustituida por juegos de palabras. Su estilo retórico mudó en otro mucho más telegráfico. Todo esto solo en seis semanas de uso.
El músico Heinrich Köselitz, amigo suyo, le hizo notar en una carta que había percibido todos esos cambios desde que utilizaba la máquina, y le confesaba que, en su caso, las ideas que a él le surgían al componer dependían en gran medida de la calidad de la pluma y el papel que utilizaba. El propio Nietzsche le confesó que tenía razón, y afirmó categórico: "Nuestros instrumentos de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos".
Esta pequeña anécdota de la vida de Nietzsche pone en evidencia que, queramos o no, la tecnología que utilizamos nos afecta de una u otra manera. A veces esperamos dicha afección, y de hecho la buscamos ya que es el motivo por el que utilizamos la tecnología. Pero otras muchas veces, esos efectos son completamente inesperados. Inesperados tanto por nosotros, como usuarios, como en muchas ocasiones por los propios diseñadores de estas tecnologías (son varios los casos de diseñadores que han pedido disculpas por crear tecnologías, o elementos de estas, sumamente perniciosos como el botón Me gusta o el scroll infinito).
Probablemente nosotros mismos hemos podido experimentar cómo nos cuesta llevar a cabo una lectura profunda y concentrada después de estar acostumbrados a leer titulares en la web, saltando de una página a otra con un simple clic. O recordar un simple número de teléfono, cuando antes nos costaba mucho menos ¿Por qué sucede todo esto? Porque, en el mejor de los casos, hemos obligado a nuestro cerebro a hacer las cosas de forma diferente. En el peor, hemos forzado a nuestro cerebro a dejar de hacerlas.
Cuando aprendemos cualquier tipo de habilidad, en nuestro cerebro se genera un circuito neuronal que nos permite llevarla a cabo. Cada vez que repetimos dicha acción, dicho circuito se activa de nuevo. Y, tras cada activación, unas células cerebrales denominadas oligodendrocitos recubren dicho circuito de mielina. La mielina regula la velocidad de transmisión del impulso nervioso, por lo que al final se consigue que la acción se realice de forma más eficiente. En parte mi madre tenía razón: "La repetición es la madre del éxito".
Por otro lado, reforzar un circuito neuronal implica no reforzar otro enfocado en la misma tarea. Reforzar el circuito neuronal "escribir a máquina", implica no reforzar el circuito "escribir a mano". Son excluyentes en un mismo momento. Otra cuestión es que "escribir a mano" siga activándose y no se pierda agilidad en ese sentido, pero hay que tener en cuenta que aquellos circuitos que no se activan de manera habitual, tienden a ralentizarse.
Por lo tanto, el uso de la tecnología no solo nos cambia, sino que en ocasiones nos hace perder habilidades por dejar de recurrir a las mismas. Esto es normal. Lo que no se utiliza, se olvida. Nuestro cerebro funciona así (y hay que quererlo como es: no tenemos otro).
Ante esta realidad, y más en un entorno en el que la IA aspira a realizar muchas de las tareas que todavía realizamos nosotros (bueno, a eso aspiran las empresas que la diseñan), es necesario afrontar el uso de la tecnología de una manera más crítica: discernir qué usar, cuándo y porqué. Que seamos nosotros quienes decidamos qué circuitos reforzamos, y qué circuitos no reforzamos. Que decidamos qué habilidades delegamos, y cuáles no. Y ello siendo conscientes de las consecuencias.
Al fin y al cabo, que podamos usar una tecnología para algo concreto no quiere decir ni que estemos obligados a usarla, ni que sea la mejor forma de hacerlo.
¿Queremos reforzar el circuito "escribir un correo a un compañero del trabajo pidiéndole perdón" porque he sido arisco con él, con todo lo que ello implica (ponerme en lugar del otro y pensar en cómo se ha podido sentir, buscar las palabras adecuadas, aprender a ser humilde aceptando los errores propios y además expresarlos, etc.), o prefiero reforzar el circuito "chatGPT, escribe una carta de dos párrafos en la que pida perdón a un compañero de trabajo por hablarle mal"? Probablemente, la carta de chatGPT será más correcta, pero aquí lo que importa es el proceso de escribir dicho correo y lo que gano durante el mismo... y pedir perdón siempre es mejor cara a cara.
En este sentido, la eficiencia y la rapidez casi nunca serán las mejores consejeras: hacer las cosas bien lleva su tiempo e implica normalmente una cierta cantidad esfuerzo. Y la tecnología tiene un ritmo que no coincide con el nuestro. Como decía Mounier sobre la diferencia de ritmo entre el hombre y la máquina, esta última no suele admitir "que la duración creadora tenga su ritmo caprichoso e indomable en que la lentitud puede ser más fecunda que la precipitación".
Enrique Estellés Arolas
Profesor de la Universidad Católica de Valencia