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como ayer / OPINIÓN

Sobre romerías sin Virgen (o sin santo)

12/09/2020 - 

El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define romería, en su primera acepción, como “viaje o peregrinación, especialmente la que se hace por devoción a un santuario”. Y en la segunda, nos aclara que puede entenderse como la “fiesta popular que con meriendas, bailes, etc., se celebra en el campo inmediato a alguna ermita o santuario el día de la festividad religiosa del lugar”.

En la ciudad de Murcia, el término se asocia con un día en concreto, el del regreso de la Virgen de la Fuensanta a su santuario de la sierra tras su estancia en la ciudad, que tiene lugar con motivo de su festividad, el domingo siguiente al 8 de septiembre. Por eso las subidas y bajadas de la Patrona cambian todos los años de fecha, aunque siempre se produce el descenso de su ermita en jueves y la vuelta en martes.

También es así cuando viene a la Catedral el segundo jueves de Cuaresma y se marcha el martes posterior al tercer domingo de Pascua, aunque esta subida al monte ni siquiera se nombra entre la gente como romería, pese a que la única diferencia con la de septiembre sea el carácter festivo que ese día tiene, lo que convierte en multitudinario el desplazamiento del personal a la Fuensanta.

Pero con las restricciones propias de la pandemia, ya nos hemos saltado dos idas y venidas, ya que la Virgen permanece en la Catedral desde marzo (salvo en los días del confinamiento estricto, cuando se mantuvo en la capilla pública del Palacio Episcopal). Y el martes próximo será, como suele, festivo, pero no habrá romería. Ni siquiera aquellas “romerías sin Virgen” anunciadas por el Consistorio en los primeros días de agosto, habida cuenta de la expansión imparable de los contagios.

¿Es posible una romería sin Virgen o sin santo? No sólo lo es, sino que resulta de lo más habitual, aunque esta afirmación choque con el concepto local arriba expresado y explicado. Sólo hay que pensar en la vecina Andalucía y sus dos romerías más concurridas y mundialmente conocidas: el Rocío y la Cabeza (ambas con hermandades constituidas en Murcia, dicho sea de paso).

En ambos casos, gentes llegadas de toda Andalucía y de los más diversos puntos de España, e incluso del extranjero, convergen a las respectivas ermitas cuando llega la festividad de estas devociones marianas. La imagen no les acompaña, porque está allí, en su santuario, donde recibe la veneración de los romeros de ese día… y de los que se llegan hasta allí durante todo el año.

Más aún. En la misma Murcia, aunque se haya perdido esa denominación, lo que representaban originalmente las fiestas en honor de San Blas y de San Antón, las más antiguas y populares de cuantas se siguen celebrando en los barrios, era la romería de las gentes de la ciudad y de la huerta a las respectivas ermitas, situadas en los confines de levante y poniente de la antigua urbe, para visitar a los santos sanadores el 3 de febrero, en el primer caso, y el 17 de enero, en el segundo. Y en torno a esas romerías se gestó la instalación de puestos de venta de alimentos y refrescos; y después las músicas y bailes, y la atracciones feriales… y todo un programa festivo nacido al arrimo del fervor de los murcianos.

Lo que no parece que encaje en la descripción es peregrinar a un lugar donde no se encuentra la imagen que mueve a los romeros a desplazarse, denominación la de romero que, por cierto, procede de la costumbre secular de visitar la ciudad de Roma con motivos devocionales. Y hallándose la Virgen de la Fuensanta en la ciudad, y no en el monte, el destino de peregrinaje habría de ser, de haberlo, la Catedral, donde se venera en tanto perdure la situación sanitaria que padecemos.

Para paliar la ausencia de la romería con una alternativa completamente aséptica, pondré al alcance de quien estas letras lea unos retazos del artículo que, sobre este asunto, suscribió el notable escritor murciano Andrés Sobejano hace ahora 100 años justos.

La ciudad, que la albergó cordialmente, pasadas las honras sagradas y los divertimientos profanos, despide a su Patrona. Y para atenuar la melancolía de esa despedida y procurarse así, con cariñosa codicia, unas horas más de su consoladora presencia, la acompaña en su marcha al santuario serrano.

Como sale el cortejo muy de mañana, a la luz indecisa y azulosa del alba, la madrugada en la capital es de una animación y un tráfago inusitados. Al pie de la corpulenta Torre, que sobre la naciente claridad de Levante agiganta su oscuro aspecto fantasmal, bulliciosa muchedumbre se junta en las vías y se esparce como avanzada por el camino.

Una catarata de sonoras campanas, que en el limpio aire mañanero cantan con más exaltación su concertante, ahoga la musical marcha regia con que es saludada la aparición de la imagen venerada en la puerta central, o del Perdón, de la gallarda Catedral, y también los rezos públicos, y las exclamaciones desbordadas.

En la huerta, fuera ya de las barriadas extremas, la caminata se hace con un desorden y un apresuramiento más familiar, y las primeras flechas doradas que el sol en su orto dardea, van a fundir en luz la corona de plata, el rostrillo ovalado, la dulce cara morena...

Después, la ascensión por las cuestas pinas y la entrada en el templo henchido, que guarda las ultimas plegarias y limosnas. Y, finalmente, lo de todas las romerías: meriendas, danzas, libaciones, trajín de mercado...

Es la fiesta más grata a la población agrícola y lugareña: una trasfusión efímera de la ciudad hacia el monte cercano del que no disfruta; y es tan importante como final de los días feriados, que constituye el último número del programa por fuerza consuetudinaria, a tal punto, que si alguna vez fue preciso retrasarla, se prolongó la feria y su emplazamiento hasta que la Virgen amada y tutelar se fue a su blanco nido, llevándose nuestro solaz y nuestro gozo de unos días y dejándonos entregados a la seca monotonía de la vida ordinaria.


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