La extraña situación que padecemos, y que seguimos sin saber, ni por aproximación, cuando terminará, a la espera del malhadado ‘pico’ y la ‘curva descendente’, nos ha conducido a todos, y de un modo especialmente señalado a los cofrades, a una Semana Santa sin procesiones. Porque lo que se ha suspendido, digámoslo cuanto antes, es la expresión externa de la celebración, pero la litúrgica tendrá lugar, aunque sea a puerta cerrada y con los templos vacíos, entre mañana, Domingo de Ramos, y el de Resurrección.
Pero será, o ya lo es, porque en muchos pueblos y ciudades debió salir ayer, y no lo hizo, la primera procesión, una Semana Santa tan diferente, que no parecerá Semana Santa. Porque, por estas latitudes, no concebimos esta semana de diez días sin calles abarrotadas, pasos y nazarenos recorriéndolas, reparto generoso de caramelos, músicas pasionarias, olor a incienso y cera…
No. No podemos sentir y vivir del mismo modo los días más intensos y trascendentales del año litúrgico sin esa conjunción de sonidos, colores, olores y sabores amalgamada sabiamente por el paso de los siglos y por la forma de ser y de hacer de cada lugar, de cada localidad grande o pequeña. Una forma de ser y de hacer que, en esta tierra, ha dado lugar a manifestaciones procesionales tan ricas y diversas que no encuentran parangón en la admirable geografía semanasantera española.
Hay entusiastas iniciativas en marcha dispuestas a combatir el silente vacío de nuestras calles en jornadas tan señaladas y tan añoradas. Engalanamiento de balcones, músicas nazarenas a las horas clave del programa pasionario, retransmisiones televisivas en abundancia, que se iniciaron ayer mismo. Pero es imposible llenar el hueco inmenso que las procesiones, preparadas con tanto cariño y esfuerzo a lo largo de los meses, dejan en la ciudad y en los corazones.
Como en los años de la Guerra Civil. A ellos hay que remontarse para encontrar este desolador escenario. Claro que aquello fue mucho peor. Y no ya porque las Semanas Santas sin nazarenos y pasos rememorando la Pasión fuesen tres consecutivas (1936, 1937 y 1938), sino porque el motivo de las suspensiones fue mucho más terrible: una larga contienda fraticida que causó cientos de miles de muertos, heridos, desplazados y exiliados, la destrucción del tejido productivo nacional y, desde luego, la pérdida de innumerables obras de arte, entre las que se contaba buena parte del patrimonio cofrade.
Las procesiones de 1936 fueron suspendidas en Murcia por las propias cofradías, las cuatro que las sacaban a las calles por entonces, después de que se perdieran, a partir de 1932, las que organizaban Servitas, el Domingo de Ramos, y el Resucitado, la de Pascua. Eran, en consecuencia, Perdón, el Lunes Santo, Sangre, el Miércoles, y Jesús Nazareno y Santo Sepulcro, el Viernes de la muerte del Señor. Tuvieron buenas razones para tomar semejante determinación: el clima político, social y económico estaba cada vez más enrarecido, más irrespirable, más tenso y violento.
Convencidos de que la salida de los pasos sería mal recibida por una parte de la población, decidieron entregar un donativo al paro obrero y dejar para mejor ocasión el cumplimiento del tradicional rito pasionario. Y esa mejor ocasión ya no se produjo hasta abril de 1939, pocos días después del final de la guerra. No hubo entonces, como tenemos hoy, la posibilidad de recurrir a los medios de comunicación para paliar las ausencias.
A lo más que se llegó, aún en 1936, después ya ni eso, fue a la publicación por el diario La Verdad del horario de los oficios religiosos, de un breve comentario sobre un conato de incendio en la Iglesia de San Lorenzo y, eso sí, a dedicar su portada, llegado el Viernes Santo, día 10 de abril (como este año), a tan solemne jornada. Se veía la fachada de la Iglesia de Jesús, vacía la calle y cerrada la puerta, bajo el título: “Viernes Santo en Murcia sin la procesión de Jesús”.
Este año, desde ayer mismo, podríamos titular, en el mismo tono que este artículo: “Murcia sin procesiones, pero con Semana Santa”. Y vivir esta Semana Santa tan diferente de la forma más intensa que sepamos y podamos, sin olvidar que, finalmente, somos unos grandes afortunados si nos miramos en nuestros antecesores de 1936.