MURCIA. Hace un par de semanas, con ocasión de un viaje a la provincia de León, tuve ocasión de hacer escala, para partir el camino, en un pueblo madrileño, situado en el extremo suroeste de aquella comunidad autónoma, y próximo a las provincias de Ávila y Toledo, llamado San Martín de Valdiglesias.
No fue una elección casual. En las proximidades de aquella localidad, ya en el vecino término municipal de Pelayos de la Presa, se encuentran los restos del monasterio de Santa María la Real de Valdeiglesias, uno de los muchos que se vio afectado por las desamortizaciones de los bienes eclesiásticos del siglo XIX, aludidas en estos ayeres la semana pasada, y del que procede una de las joyas de nuestra Catedral: la riquísima sillería del coro.
Es bastante rocambolesca toda la historia. Empezando por la misma ejecución de la obra, allá por los años de 1567 a 1571, en estilo plateresco, con gran riqueza de talla, como el lector interesado podrá entrever a través de rejas y penumbras. El autor de tan notable obra fue el tallista Rafael de León (no confundir con el poeta y letrista de célebres coplas sevillano), al que en realidad deberíamos llamar Raphael de Lyon, pues esa era su nación y procedencia.
Un artista notable, según ponen de manifiesto quienes le han seguido la pista. Así, María Jesús Cruz y Ángela Franco escribían en su publicación sobre la nueva documentación relativa al entallador francés: "La labor artística documentada del escultor lyonés se sitúa entre 1553 y 1586 (aunque hay quien la extiende hasta 1594), treinta y tres años, por tanto, de trabajo, resueltamente importante desde el punto de vista de la calidad técnica, hasta el punto de pasar la sillería del coro de San Martín de Valdeiglesias por una de las mejores del siglo XVI".
Tan destacado artífice, afincado en Toledo, salió de aquel lugar, según relataba en el siglo XVIII el historiador Antonio Ponz, debido a un disgusto habido en la ciudad imperial (un caso de adulterio de su esposa, según una leyenda toledana de la que se hizo eco Díaz Cassou), que le llevó a alejarse de ella y buscar refugio y paz en Valdeiglesias, y el abad del cenobio le encargó la famosa sillería, única de sus obras supervivientes junto con la que se conserva en el coro del monasterio de la Concepción de la misma Toledo. Cobró por ella casi 2.260 ducados, una cantidad respetable, más 300 por algunas mejoras, lo que confirma que su obra fue muy considerada.
Una vez clausurado el monasterio de Santa María la Real de Valdeiglesias, cuando la desamortización de Mendizábal, la valiosa sillería fue trasladada durante un tiempo a los sótanos de la Universidad de Madrid, a la espera de su instalación en la iglesia de San Jerónimo el Real; pasó más tarde a la iglesia prioral de Ciudad Real, y en el año 1854, rigiendo la diócesis el obispo Mariano Barrio, una Real Orden de Isabel II concedió a la Catedral la obra de Rafael de León, para suplir la ausencia del coro devorado por el incendio de la noche del 2 al 3 de febrero.
Pero el caso de la valiosa sillería de Santa María de Valdeiglesias encontró réplica en el viaje a la inversa que hizo la que ocupó el coro del murciano Monasterio de San Pedro de La Ñora (o de Guadalupe, si nos atenemos a situación y lindes actuales), más conocido como Los Jerónimos, al darle popularmente la denominación de la orden que lo ocupó hasta la tantas veces citada Desamortización de Mendizábal, de 1835.
En este caso, la sillería no viajó hasta el monasterio, también jerónimo, de Santa María del Parral, en Segovia, de forma tan inmediata como el de Valdeiglesias, sino muchos años después, mediada la década de los 60 del pasado siglo XX, cuando una reforma, tachada de desafortunada, eliminó las gradas que daban acceso al altar mayor y colocaron en aquél lugar la procedente del cenobio huertano, llamado tantas veces ‘Escorial murciano’.
No hace falta que el lector ávido de conocer el patrimonio disperso del monasterio de La Ñora, o de Guadalupe si se prefiere, viaje hasta Segovia, un desplazamiento siempre recomendable por lo demás, porque mucho más cerca, sin moverse de esta ciudad, podrá admirar algunas muestras de su pasada grandeza barroca.
Y, desde luego, entre las joyas que un día estuvieron allí y hoy se emplazan en otro lugar figura en posición preeminente el San Jerónimo penitente de Francisco Salzillo, al que debemos visitar en el Museo de la Catedral.
Contaba sobre esta excepcional pieza escultórica José María Ibáñez, el que fue cronista de la ciudad y provincia hace un siglo que el santo se emplazaba en el colateral de la Epístola de la iglesia conventual, mal situado, en un retablo de mal gusto y poco alumbrado, y recordaba que es una de las poquísimas obras que firmó Salzillo, escribiendo sobre el figurado libro en pergamino que se encuentra junto al penitente: "Dr. Marín lo mandó hacer. D. Francisco Salzillo ft a D 1755".
También aludía Ibáñez a los elogios que dedicó al San Jerónimo, prodigio de calidades escultóricas, el historiador Pérez-Villamil, en una conferencia pronunciada en Murcia, que en alarde hiperbólico manifiesto llegó a afirmar que "llega a tales sublimidades en la realización del arte escultórico y a tales perfecciones de realidad anatómica, que no la superan las obras de Miguel Ángel". Nada menos.
Quizás la gran talla debiera abandonar el Museo, aunque solo fuera el día del santo, el 30 de septiembre de cada año, para facilitar su admiración por murcianos y visitantes. Pero mientras eso ocurre o no, puede el curioso lector encaminar sus pasos hasta San Andrés y contemplar los dos ángeles adoradores atribuidos con fundamento al francés (como Rafael de León) afincado en Murcia a primeros del XVIII Antoine Dupart, que también fueron realizados para La Ñora y tampoco es obra desdeñable.