Malas Tierras publica este artefacto literario de un autor que respira idioma y expira literatura, un escritor que construye palabra a palabra algo que trasciende la historia, algo que es algo más
MURCIA. El lenguaje es una casa inmensa, un hogar que se proyecta en el tiempo y el espacio y que se habita contra todo pronóstico: el lenguaje es una dimensión, por común, infravalorada. Esto es: el lenguaje es generoso, se puede vivir en él con lo básico o pertrechado de los aperos más vanguardistas, en el lenguaje podemos levantar una mansión gloriosa o una chabola elemental y la primera no garantizará una vida mejor que la segunda, es decir: es posible —así de maternal es el lenguaje— ir más allá desde la casucha paupérrima, porque, a diferencia de lo que sucede en el mundo extralingüístico, en el campo que se manifiesta en palabras que expresan, el origen no es tan determinante como pudiera parecer: uno conoce lo que se diría un quinqui que fue artífice de los poemas más arrebatadores, y también conoce rentistas acomodados y suicidas que antes de marcharse dejaron un legado auténtico e inigualable.
El lenguaje es un hotel en construcción: algunas de sus dependencias son bien conocidas, en ellas nos encontramos, y también tiene plantas de paso, y suites merecidas en las que apoltronarse, pero existen en el lenguaje alas en perpetua —de momento— construcción: extensiones que crecen orgánicas hasta que se atrofian o hasta que mutan en galerías que a su vez dan lugar a nuevas habitaciones y salas de estar. Actualmente hay inquilinos derribando tabiques y otros que se esmeran en diseñar nuevas y prometedoras arquitecturas: como en todo, habrá lo que prospere y habrá lo que se estanque, convivirá lo conservador y lo inconformista, lo arrogante y lo tímido, lo comprometido y lo frívolo, lo que se toma en serio y lo que no sabe qué terreno está pisando. En la casa del lenguaje se vive se quiera o no, y en ella todos jugamos un papel, pero hay quien lo hace mejor.
Rubén Martín Giráldez es de esas personas que se conocen al dedillo el directorio de la casa del lenguaje: sabe dónde están las salas comunes, las salidas de emergencia, los balcones, las terrazas, el sótano y la lavandería. Sabe también dónde hallar esos espacios no del todo definidos, y por si fuera poco, es capaz —y tiene ganas— de plantear estancias muy suyas, muy libres de prejuicios. De Martín Giráldez ya hemos escrito por aquí, y volvemos a escribir ahora que estrena Sagrado y desagrado, obra que publica Malas Tierras y en la que de nuevo el autor demuestra que las convenciones son, seguro, para otros. ¿Es Sagrado y desagrado una historia? En cierto modo, sí. Pero no. O de otro modo. Es complicado. En Sagrado y desagrado Martín Giráldez despliega un pliegue del plano del lenguaje: hay un conflicto y un destierro, y un camino al descuartizamiento que se enrosca en sí mismo, que es comunicación y erotismo extremo, que decide no ser para todos los públicos. ¿Qué son todos los públicos? En realidad, nada. Una inconcreción sin demasiado recorrido.
En las páginas de este libro diseñado con cariño —es un libro excelente como objeto: el libro, transparente habitualmente, contenedor discreto de lo que se consume, es en este caso el soporte sine qua non— sucede una relación tormentosa, una disputa entre diferentes voces que se alojan en un grado del ser ajeno a las limitaciones del yo y el tú y el él —por ejemplo, yomos—. Hay una disputa, desde luego: esa es una de las capas que el autor ha programado con su vasto dominio de la herramienta esencial que es el lenguaje. En Sagrado y desagrado seguimos los pasos de Bocú y de Rañé y de Blancmange, y a veces de ellos siendo otros, vestidos con sus pieles. Todo eso, en el fondo, no es lo relevante. No es que sea irrelevante. Es otra cosa.
Estalla un personaje. Mira: “Me llamo Bocú, maldita lumbreras hija de dos uvas y un higo, que parece que como naciste rabo tuviste que aprender a correr más que un perro y ahora eres perrista más que perrero, comechancros, mandamasa —el corrector del procesador de texto se empeña en extralimitarse y lo marca todo en rojo—, bella rugosi, que escupes fuego por la beca concedida y una clencha abierta; tú sola, De la Crème, ya sumas una bandada de desgraciados, no me lo callo más: el contoneo de tus ancas se debe menos a la sarandonga que a haber aprendido a andar pisando cadáveres, te gusta jugar a ser Barbazul, a atizar la anatomía vandálica de tu esposo, mis nalgas vandalizables; te veré en los trabajaderos, gandula, motoscafa pendiente de arrancar, dolcefarnienta, para brindar con tus genitales; cuando sepa cómo te voy a dejar el nocturno del hueco como los zorros del oro, escorpiona, te meteré vitaminas de cerdo bien adentro, bollicada perdida, no hay piñón para esta velocidad mía, te marcaré el culo con una B de semen hirviendo, culo puñívoro, un culo más plano que el de la Horcajada, esa antepasada tuya que usaban como guillotina humana sentándola en el cogote de los reyes”. Lo que se dice perder el control teniendo el control de los hilos todo el tiempo.
Poco después, el personaje vuelve a ser el pusilánime que ha sido durante todo el trayecto. El camino sigue y la víctima se muestra inflexible en su certeza de que volverá. El hombre de la barba es poco más que un diente de ajo —escucha: esto de lo que estamos hablando no es surrealismo, surrealismo, por cierto, habla de lo que está por encima [sur], y no de lo que está por debajo [sub]—: ese personaje parece, como decíamos, que es poco más que una barba obediente, pero es que en Sagrado y desagrado, lo de ser de un modo unívoco no se lleva: aquí los límites se desdibujan, y eso es todo lo que podemos decir, y ya lo que resta es leerlo.