MURCIA. Veintitrés puñaladas acabaron con él. La primera de Casca solo le hizo una herida en el cuello porque según las crónicas consiguió protegerse. Después los demás fueron clavándole sus dagas hasta que se desplomó.
Siguiendo por los medios el abandono, uno tras otro, de los barones que un día vitoreaban a Casado como gran líder y el día después pedían su marcha, me acordaba de la muerte de Julio César y de los avisos (hoy diríamos indicadores) que no atendió: "Cuídate, César, de los idus de marzo".
La suya fue una muerte planificada, organizada y ejecutada cuidadosamente por aquellos que habían decidido acabar con el poder que había acumulado.
"Ni la gratitud ni la amistad disuadieron a los conspiradores de sus "nobles intenciones" de salvar la República"
No fue un asesinato privado, quisieron que fuera un acto público —en el senado—. Eligieron cuidadosamente las armas —dagas que era un arma honorable en lugar de espadas— y no se encargó a asesinos; los conspiradores decidieron empuñarlas ellos mismos y uno a uno le asestaron hasta 23 puñaladas, una de ellas mortal.
La generosidad de César —se endeudaba para ganarse al pueblo— le posibilitó ser praetor urbanus al obtener más votos a la pretura que el resto de candidatos y su carrera política se disparó cuando, con el apoyo de dos aliados políticos, fue elegido cónsul. Y empezaron las conspiraciones.
Curiosamente de los sesenta senadores que acudieron el día del asesinato la mayoría, en algún momento, se había beneficiado de la benevolencia de César. Es más, muchos de ellos habían combatido en la guerra contra él pero les perdonó la vida e incluso a algunos los situó en puestos políticos.
Según las crónicas, César forcejeó con el primero y se protegió pero los demás le rodearon y recibió puñaladas por todos lados. De los senadores presentes solo dos intentaron ayudarle pero no consiguieron abrirse paso entre los conspiradores.
Sabemos que sacó un estilete y que hirió a dos de los asesinos. Hay dudas sobre si fue uno de ellos, Marco Bruto con el que le unía una especial relación y que con una herida en el muslo, fue de los últimos en clavarle su daga. Es poco probable que las palabras que Shakespeare pone en boca de César —¡Tú también, hijo mío!— se produjeran dado que tenía ya más de veinte puñaladas.
Sabemos que en un último esfuerzo por dignificar su apariencia, Cesar se cubrió la cabeza con su túnica antes de caer a los pies de la estatua de su antaño rival, Pompeyo.
Ni la gratitud ni la amistad disuadieron a los conspiradores de sus "nobles intenciones" —dijeron— de salvar la República.
Ver a Casado en su ultimo esfuerzo por dignificar su marcha y escuchar las "nobles intenciones" de sus barones me ha recordado este hecho. ¡Remolinos de la mente!
Rosa Peñalver Pérez.
Docente. Jubilada.