En la cola del pescado me invitan a descargar la App para coger número y me rebelo. No lo haré. Seguiré estirando de la tira de papel mientras exista, porque no quiero verme un día al borde de la muerte y sabedora de que pasé 7.63 horas de mi vida esperando turno para pedir una malla de clotxinas. Alguien dijo que una vida intensa no es la de alguien a quien le pasan muchas cosas sino la de quien cobra conciencia de lo que le pasa. Seamos, pues, intensos. “Hoy ha caminado usted veinte mil pasos y ha subido cuatro pisos”. Vivimos rodeados de algoritmos que miden y registran cada oscilación de los pies o del espíritu, ¿sabemos lo que esto implica? ¿Qué clase de vida estamos despidiendo?
De momento despedimos el misterio. La deliciosa neblina de la indefinición. El velo que emborrona la crudeza de estar vivos. Como los aromas y los ruidos que nos envuelven, como ese arrullo del tráfico o el aire acondicionado que ya es nuestra sombra, la imprecisión o la verdad velada corre camino de extinguirse antes de que sepamos que la necesitábamos. Que nos asistía contra la impiedad del tiempo. Es difícil envejecer sin el misterio pero seremos las primeras generaciones que lo hagan. “Enhorabuena ─me dice mi Kindle─. Estás en racha”. Y me enseña, sin que lo haya pedido, un calendario en el que todos mis días de verano estuve leyendo. No se ahorra el arpón del mes de septiembre, en el que los días de lectura menguan como si sufrieran una corrosión invasora. Trabajar embrutece, ya lo sabía. Vampiriza el tiempo y llena la cabeza de ruido, le aleja a uno de la lectura y de otros viajes necesarios. Pero prefería intuirlo que dejármelo arrojar a la cara.
Cuantificamos. Contamos. Es la era de los Big Data y no somos conscientes del abismo en el que estamos cayendo. Tampoco de la nube inmensa, ilimitada, de información basura que dejaremos atrás. Trescientos millones de usuarios de Facebook han fallecido en diez años. Según estimaciones del Oxford Internet Institute, a final de siglo podría tratarse de casi cinco mil millones. Mi cabeza no puede concebir esa maraña, pero sé que los datos no van al cielo ni al infierno, ¿dónde vibrarán nuestros itinerarios, suscripciones, mapas y reseñas de hoteles? ¿En qué campo gravitatorio dormirán? ¿Quién los despertará? O, para ser más técnicos (ya que existe la Minería de Datos), ¿quién los excavará? Imagino planetas enteros inmateriales como un holograma, hechos del eco de nuestros pasos, nuestras rutas, nuestros malos gustos, y quiero imaginarlo todo como una nube de ocaso, una especie de purgatorio estéril y no un mero ruido contaminante.
Mientras tanto, mi coche me avisa de que quedan 100, 50, 10 kilómetros para la revisión del aceite y mi supermercado digital me recuerda, antes de que cierre el pedido, que me estoy olvidando de mis productos habituales, ¿de verdad reincido tanto en los ositos Lulu?
La paciencia o la empatía están igualmente en riesgo de sufrir la fiebre del conteo y me pregunto cuánto me queda. Mi hija me acaba de reñir porque no muestro empatía por la noticia del volcán: son las diez de la noche, he visto a veintiséis pacientes. “Pues yo he visto a ocho profesores”, replica. Y entonces me acuerdo de la colega que vino a visitarme por la mañana. Se sentó en la silla esquinera, a dos metros de mí, y se repantigó mientras removía con hartazgo su café. Yo abandoné mi teclado y me giré hacia ella para recoger su lamento. No podía más, empezó. No entendía por qué las vacaciones no le habían valido de nada, no podía, literalmente, escuchar con atención a un solo paciente más de su lista. Su empatía se había hecho refractaria, pensé. Su marcador estaba en rojo. Sonreí, asentí, pero no lo dije. Mis ojos sólo sugerían que a mí también me pasaba lo mismo, pero era falso.
Yo todavía tengo saldo. Ella bordea la jubilación y está exhausta, es la prueba de que el número de dramas que uno puede atender y escuchar es una cifra que acaba. Se agota como una pila de litio. Me asaltó un pensamiento terrible: el amor se detiene algún día como lo hacen los latidos cardiacos. Si yo fuera un algoritmo, le exhibiría en un momento un diagrama de barras. O un quesito lleno de colores. Le diría: ha agotado usted su cupo. El 37 % de los dramas fueron cardiovasculares, el 25 % osteomusculares, el 22 % emocionales y el resto: chorradas. Ha rebasado usted el umbral asignado. Retírese, hoy es lunes, el día ─320 de su vida laboral.
Pero el tiempo pasa igualmente si uno es dulce o canalla, si sus días se someten al despiece y etiquetado o si uno no recuerda dónde demonios andaba metido ni qué hacía con ellos. La cualidad del tiempo no varía para los relojes y los algoritmos, pero sí para nosotros. El tiempo en la cola del pescado parece una inocente caja de minutos, pero contiene la conversación casual con el pescatero, la receta del bonito con tomate que se le oye a una abuela o la mirada escurridiza y llena de encanto de quien puede convertirse en tu gran amor. En cada caja de tiempo cabe la desgracia o la salvación y eso no puede transparentarse en los medidores digitales (al menos no todavía).
Igual que la suma de notas de una fuga de Bach no resulta en la experiencia de Bach, la suma de momentos maniatados y embutidos en un dato no despiden la magia de ese momento. El cruce de líneas y emociones, los ratos de ensimismamiento, el flujo libre de la conciencia y sus epifanías. Tampoco nuestras vidas están hechas de fragmentación y desglose, no somos aprovechables por tramos como las reses de un matadero. Nuestro fracaso o nuestro éxito no es binario ni se mide a peso. Por eso me alegro cada lunes de arrastrar los pies hasta el mostrador del fiambre o el pescado y estirar de esa lengua rosada que asoma en la maquinita. Obtener, con un golpe seco, el efímero numerito y fijarme en el género mientras miro de reojo a los que esperan, o me quedo mirando al vacío y dejo que se cuele el señor del cesto vacío con la botella de rioja. Cuando recoja mi bolsa, mi número acabará en un cesto analógico, salpicado de números en desorden, como pétalos delicados.