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LITERATURA

Pedro Porcel, la linterna de catacumbas y arrebatos

2/11/2023 - 

MURCIA.  Su último trabajo es Viñetas Infernales, cien años de cómic de terror (Desfiladero, 2023), una reivindicación de un género con capacidad como pocos de ser, eminente e inseparablemente, político. En esta entrevista, Pedro Porcel desmonta algunos mitos y descarta la brocha gorda (que no quiere decir la línea chunga) de los prejuicios que arrastramos desde el pasado hacia los géneros populares, la contracultura  y las historietas políticamente incorrectas.

— Dentro de la periferia que ya es el cómic, el género de terror, ¿qué lugar ocupa?

— Si el libro fuera un tren, el cómic de terror sería uno de los vagones de cola. O directamente el farolito que se pone al fondo. Ha habido épocas de esplendor, como los años cincuenta y setenta, sobre todo en Estados Unidos. En España evidentemente no, porque en los cincuenta el cómic de terror estaba prohibido por la censura.

— ¿De qué manera esa posición cambiante que ha ido ocupando el género de terror habla también del momento que está pasando la sociedad?

— Todos los cómics te hablan de la sociedad en la que vives. De hecho, a mí es una cosa que me gusta reflejar cuando vas haciendo la historia. Por ejemplo, en este último libro, Viñetas Infernales, voy haciendo la historia del cómic de terror en España y voy viendo cómo todas las circunstancias históricas condicionan y, a la vez, el cómic las refleja en la producción de historietas. 

En los años diez y los veinte encuentras una sociedad muy poco sensibilizada ante la violencia. Por ejemplo, a través de la guerra de África: la sociedad normaliza la violencia bélica y esto se refleja en ilustraciones atroces de descuartizamientos, de ejecuciones… De cosas que hoy en día serían impensables. En la Guerra Civil, Los misterios del otro mundo, contaba la historia de un descenso al infierno: el protagonista se pega un tiro, se suicida y se va al infierno para encontrar a su amada, una historia demencial y hecha absolutamente desde la desesperanza que solo puede comprenderse en ese marco en la que la cotidianeidad de los niños era oír hablar de que habían matado a uno o que le han dado el paseíllo a otro. Es esa convivencia con la muerte que hace relativizar todo este tipo de cosas.

— El aspecto disparatado de muchos de los cómics de terror ha sido un arma arrojadiza que ha utilizado la gente que defiende esa separación cada vez más absurda entre la alta y la baja cultura. Yo te quería preguntar dándole la vuelta a la cuestión: ¿Cuál es la fortaleza de ese aspecto disparatado?

— Es una fortaleza porque singulariza el cómic a lo largo de todo el siglo XX, desde la Guerra Civil y la posterior censura, hasta la época de esplendor en la que los dibujantes españoles se ponen a trabajar para Norteamérica. Ese desenfado, desemboca en una estética muy determinada que es prácticamente un invento de los dibujantes españoles. Eso es lo que se vende al mundo y el mundo lo compra. Ahí reside la fuerza y la singularidad.

— ¿Por qué la dictadura censura el cómic de terror, un género entero?

— Cuando llega 1939 hay una censura muy bestia a todos los niveles culturales, pero no había ningún reglamento claro. Cada tebeo que salía individualmente tenía que pedir permiso ante la censura. Entonces se confiaba mucho en la autocensura. El editor no se la podía jugar y producir una historieta para que luego se la tumbaran, porque eso es dinero perdido y tiempo perdido. Se trataba entonces de no levantar las iras de la censura. 

En 1951 se produce un primer reglamento. A raíz de la pérdida de la Segunda Guerra Mundial, la Falange pierde peso dentro del régimen franquista en favor del nacionalcatolicismo. Esta gente lo primero que quiere es salvar el alma de todos los españoles, y muy particularmente la de los niños. Así lo dice Arias Salgado, ministro de Información por aquella época. Dentro de lo que es salvar el alma de los españoles, el terror es una cosa que está muy mal vista por el clero en general, fundamentalmente porque se está metiendo en un terreno que es el suyo, el del más allá.La Iglesia quiere un monopolio, un más allá católico en el que los malos sean castigados en el infierno y los buenos vayan al cielo. Y el tebeo de terror, por ejemplo, si aparece un fantasma… ¿Dónde está? ¿En el cielo, en el infierno o en el limbo? Esto no está claro. No. Eso es por romper. Es precisamente la Iglesia. 

También estuvo muy presente el tema del buen y el mal gusto. Todo lo que sea sangriento, terrorífico, pavoroso o tenebroso, se considera de mal gusto. Y dentro de esa mezcla de represión y cursilería que son los años cuarenta en España, ambos factores pesan mucho.

— ¿Cómo empieza tu relación con los libros?

— Digamos vino de serie. Tuve la suerte de nacer en una casa con muchos libros. Si eres pequeñito y lo que miras cuando miras hacia arriba es una estantería, eso te provoca una curiosidad. Yo sigo el camino del aficionado de los años sesenta o setenta, que era la trayectoria del desierto. Había muy pocas cosas, pero lo poco que había, lo consumías como si fuera agua caída del cielo: fanzines, los poquísimos libros que salían sobre teoría… Cuando muere Franco, y sobre todo después de la muerte de Franco, hay un punto de inflexión que es el punk. No entendido cómo ponerse una cresta o estas cosas tan superficiales, sino más bien como esa filosofía del hágalo usted mismo.

Es un momento histórico en el que todo estaba por hacer. Había mucha ilusión, toda la generación la teníamos y yo me sentía parte de aquellos que querían participar, hacer algo, no quedar al margen. 

— Partimos de un contexto en el que el cómic, antes de los ochenta, era un producto de quiosco. Era un género popular en el sentido más estricto de la palabra.

— Sí, en una librería no se vendía en esa época ni un cómic. En los sesenta, en València, 3i4 o Dávila empezaban a traer algún cómic de importación y ya se veía como una cosa rara. Luego ya empezó Telio y empezó a traerlos algo más sistemáticamente, sin dejar de ser un fenómeno extraño. Lo paradójico de todo esto es que, a partir de los ochenta, el cómic empieza a adquirir una dimensión artística hoy ya plenamente consolidada. Pero al conseguirlo, el tebeo popular ha desaparecido. 

Ahora vivimos en un momento en el que tenemos una cantidad de artistas maravillosos con un nivel gráfico como no había habido en generaciones, pero no tenemos industria. Porque unas tiradas de quinientos o de mil ejemplares no pueden llamarse industria. 

— La editorial Arrebato nace porque estaba todo por hacer.

— Sí, estaba todo por hacer. Y por eso teníamos una ventaja, y es que se acogía muy bien los productos. Costaba venderlo, como era lógico, pero se vendía mucho mejor porque, en aquel momento, para ser moderno había que leer cómic.

— ¿Ha cambiado tu percepción de lo que supuso Arrebato a lo largo del tiempo?

— Yo no era consciente, tal vez por la urgencia de aquella actualidad, de que estaba montando la primera editorial independiente que había en España. Nosotros imitábamos el modo de producción de los sellos discográficos. Mi socio Juanjo y yo éramos consumidores de mucha música. Entonces en aquel momento acababa de salir el sello Tres Cipreses, DRO, Grabaciones Accidentales… Nuestra idea era llevar ese concepto a la historieta. Cuando lo ves con la perspectiva de los años, sí que te das cuenta de que hicimos una especie de de escaparate de avant-garde, por decirlo con un término un poco pedante.

— La editorial apenas dura un par de años…

— Sí, entre otras cosas por las circunstancias vitales. Éramos muy jóvenes y no se comía del cómic. Cuando regresé de la mili pensé lo de todos, que lo que quería era tener un piso, un sueldo y que mi novia viniera a vivir conmigo. Luego ves que con el cómic no y te tiras al mundo de las copas porque mucho más dinero. Pero siempre intentamos que Continental, que era un espacio muy grande de 800 metros cuadrados, tuviera también una proyección cultura. Ahí organizamos exposiciones de El Víbora, La cartelera Turia, actuaciones musicales… Era nuestra manera de continuar un poco esa conexión con la cultura que habíamos tenido.

— Ya en tu faceta como estudioso, tienes una fijación por mirar atrás, al pasado. Y más concretamente, a un pasado aún por explorar.

— Yo emprendo la historia del tebeo valenciano con mi hermano (la primera edición la hice Levante) por dos razones, principalmente. La primera: València fue la segunda capital durante los años cuarenta, cincuenta y sesenta en producción de historietas. La segunda: en ese momento, estaban vivos casi todos los dibujantes de los que hablábamos, excepto Manuel Gago. Podías ir a su casa, verlos y hablar con ellos. Es decir, podía ser útil esa historia.

Los mismos dibujantes eran los primeros que flipaban. Ellos nunca habían tenido una apreciación artística de su trabajo. El que más conservaba lo que hacía, arrancaba sus páginas de las revistas. Miguel Quesada o Luis Bermejo no tenían ni un puñetero ejemplar, ni de Apache, ni de Pantera Negra, ni de sus grandes creaciones.

— Publicas en 2014 un estudio sobre Superhombres ibéricos. ¿Hasta qué punto se analiza este género de manera superficial, quedándose simplemente en el contexto franquista en el que nació?

— La edad de oro del tebeo en España coincide con la dictadura. Recuerdo que José Luis Macías, en una charla en la universidad de València, interrumpió una persona que decía que todo era franquista y le dijo «como tú comprenderás, teníamos veinte años y no podíamos esperar a que se muriera Franco para empezar a hacer cosas». El cómic ni era una cosa oficialista ni se trabajaba en consonancia con los valores del régimen ni nada. Era una cosa que salía, como todos los movimientos artísticos, porque había una gente que necesitaba expresarse así. 

Yo empecé a investigar a esos superhombres ibéricos y cuando ya llevaba 42 personajes fabricados en España, bastante antes de la era Marvel y DC, me di cuenta del sambenito del franquismo. Son, claro, producto de aquella sociedad. ¿Aquella sociedad era una dictadura? Sí; ¿Reflejaban los cómics los valores sociales y hacían propaganda de la dictadura? Categóricamente no, salvo algún título puntual.

— Llegamos al presente y de repente encontramos a grandes figuras del underground y la contracultura teniendo discursos reaccionarios o hablando de una supuesta pérdida de libertad. ¿Cómo crees que debe posicionarse el cómic ante un momento cultural tan complejo como este?

— La pregunta me sobrepasa. Desde mi punto de vista, por desgracia, el cómic ya no tiene, salvo notables excepciones, una vocación contracultural. Digo vocación porque la contracultura podría darse aunque venga en tapa dura y con las páginas en color, en un papel de 180 gramos de gramaje. Es la intención lo que ya no es. ¿Por qué? Pues porque la mayoría de autores de cómic, sobre todo los que quieren hacer un cómic de tipo social, están lanzando los mismos mensajes que los que reciben desde el poder. 

Las ganas de provocación se han perdido, y eso lo echo de menos, incluso a nivel formal. Micharmut provocaba alterando la estética y la narrativa del cómic de arriba a abajo, sin necesidad de meterse en harinas políticas, independientemente de que, como todo el mundo tenía sus ideas. 

Hablando claro y en plata, y lo siento mucho, pero estoy hasta las narices de «mi abuelito hizo la Guerra Civil con los republicanos y voy a hacer un cómic». No nos hace falta tanto discurso porque, desde mi punto de vista, es una manera de seguir infantilizando al medio. Al seguir el discurso oficial estamos infantilizando de nuevo al medio, aunque nos creamos que es guay para adultos. 

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