MURCIA. El pasado domingo nos comunicaba Murcia Plaza que ya eran de obligado cumplimiento las nuevas normas de tráfico, en general, y las referidas a la circulación de patinetes eléctricos y similares, en particular, que vienen a prohibir su empleo en los espacios reservados a peatones, esto es, aceras y calles y plazas peatonales.
"Murcia apenas tenía, hace poco más de medio siglo, calles para el uso de los caminantes. sólo Las de toda la vida, esto es: Trapería y Platería"
Una normativa necesaria, porque el empleo de estos "vehículos de movilidad personal", según el lenguaje descriptivo de nuestros días, se ha generalizado, lo cual es positivo en unas ciudades saturadas de tráfico rodado y contaminación, pero muchos de los usuarios no han hecho el mejor uso del artefacto, dando lugar a una delicada convivencia entre los viandantes y los patinetes, en detrimento de los primeros.
Pero, como en todo, si no ha quien exija la aplicación de las reglas de juego, la propensión de un buen número de ciudadanos es hacer de sus respectivas capas otros tantos sayos, lo que equivale, en el caso que nos ocupa, a convertirse en una seria perturbación para el trasiego cotidiano de los peatones.
Y si consideramos que no pocos ciclistas circulan también a su antojo por zonas peatonales, siendo como es notorio que estos vehículos han estado destinados desde siempre a convivir con los vehículos de motor, y no con los viandantes, hemos de concluir que también serán bastantes los usuarios de patinetes que seguirán campando a sus anchas, en tanto la autoridad competente no use del jarabe de palo, que es el lenguaje que mejor se entiende por esa parte de la sociedad a la que le cuesta sujetarse a normas de convivencia.
Hay que reconocer, con todo, que los ciclistas (y 'patineteros', de haberlos en ese tiempo) de hace algunas décadas lo tenían mucho más fácil, pues la ciudad de Murcia no tenía apenas, hace poco más de medio siglo, calles habilitadas para el exclusivo uso de los caminantes. Las de toda la vida, esto es, Trapería y Platería, y poco más.
Fue en la segunda mitad de los años 60 del pasado siglo cuando comenzó el progreso de las que se llamaban entonces "calles-salón", denominación que, por cierto le resultaba muy chocante a mi familia madrileña. Y no resultó unánime el aplauso a esta tendencia, pues mientras unos aplaudían la apuesta por ganar espacio para el personal de a pie, otros se quejaban del obstáculo que suponían estas calles para el normal desenvolvimiento de negocios y profesiones.
Entre los grandes proyectos de 'salonización' que se manejaron resultaba llamativo el aprobado a finales del año 1966 para la plaza de Romea, del que, en la práctica, quedó bien poco. Los arquitectos Carbonell y Bañón explicaron en la prensa que se trataría de "una plaza con soportales. Con su sabor romántico, su generosidad de poder rehuir el calor del estío, al establecerse corrientes frescas de aire. Soportales de seis metros y medio de altura, con un ancho entre cuatro a cinco metros, con motivos de jardinería de gran importancia". En su fase primera abarcaría "desde el arco de Santo Domingo hasta la calle de Ponzoa. Con desembocaduras al Arco, Serrano Alcázar, Albudeiteros, Alfaro y, a ser posible, Jabonerías, que pasan todas a transformarse en calles-salón para viandantes".
Y todos los edificios, excepto el del Teatro, nuevos; todos unificados y construidos en "estilo tradicional murciano", y ganando considerable altura respecto a lo preexistente: "Todos los edificios serán de cinco plantas. Por mejor decir: cinco y un ático superior retranqueado. En total, ocho plantas, con- las de los soportales. En estos edificios, todos y cada uno de cuatro fachadas, para evitar que las posteriores desmerezcan en estética".
El proyecto hubiese supuesto la demolición de los pocos inmuebles de cierto empaque que aún conserva hoy la plaza, como las casas de González Campuzano y de Vinader, pero no llegó a desarrollarse, si bien todas las calles citadas, en el entorno, sí fueron 'salonizándose', como lo fue también, de modo parcial, la propia plaza, sujeta sin embargo a la servidumbre de los accesos a garajes.
Mediado el año siguiente se aprobó que pasaran a engrosar la todavía escueta nómina de calles 'andariegas' las de Infantes, Salvador Rueda y Montijo, y al leerlo se sorprenderá el lector de que esas estrecheces hubieran soportado alguna vez el tráfico rodado. Pues lo hicieron. Como otras muchas. Dándose el caso, incluso, de que uno recuerda bien que la calle de González Adalid, que corre en paralelo a Trapería y sigue abierta en parte a los vehículos, era transitable en toda su extensión, por lo que se podía cruzar la Platería, con el riesgo consiguiente para la integridad física de los peatones.
Y para que comprueben que ya entonces las calles para el disfrute de los viandantes eran invadidas por quienes tenían vedado usarlas, me remito a unas líneas extraídas de una crónica suscrita en noviembre de 1967 por Rocafideli (que no era otro que Luis Peñafiel), en la que al referirse al estado de las calles en un día lluvioso de otoño, comparándolas con tiempos anteriores, indicaba: "Hoy la ciudad queda asfaltada, con sus calles-salón, por las que cruzan, porque les viene en capricho, bicicletas, motos, aparcan coches porque sí, cuando todo ello está para que caminen los viandantes, pero salvo esto, que pide su corrección, hoy se puede caminar si la lluvia no arrecia".
Nada nuevo bajo el sol. O bajo la lluvia.