DESDE MI ATALAYA  / OPINIÓN

¿Pasaremos hambre?

Foto: JAVIER CARRIÓN (EP)
7/10/2023 - 

MURCIA. He leído últimamente un par de artículos, de los muchos que están siendo escritos sobre la escasez de alimentos y su encarecimiento, que me han puesto los pelos de punta y me han hecho preguntarme lo impensable hace unos años, es decir, ¿es posible que lleguemos a pasar hambre en las sociedades occidentales?

Dice Manuel Pimentel, el que fue ministro con Aznar, que entre las causas del encarecimiento de los alimentos se encuentra la ruptura de las cadenas globales y el abandono de las economías de escala. Y que la ciudadanía de los países desarrollados, que ha gozado de superabundancia de alimentos gracias a la Revolución Verde, ha olvidado la importancia estratégica de los sectores productores de alimentos, la seguridad alimentaria.

Miguel Ángel Cámara, por su parte, en este mismo diario apuntaba, como causa del problema en el ámbito europeo, que la política agraria común de los últimos lustros incentiva el abandono de la actividad agraria y ganadera con una legislación cada vez más restrictiva para el uso de pesticidas y fertilizantes, la exigencia de aplicar costosas medidas medioambientales, el abandono del principio de preferencia comunitaria, o la primacía de lo silvestre sobre lo cultivado, entre otros factores.

Estoy totalmente de acuerdo con sus diagnósticos, algunos de los cuales pude comprobar personalmente in situ paseando el pasado mes de agosto por el Campo de San Juan en Moratalla.

Estuvimos alojados en el recomendable Hotel Rural Casa Pernias y, como llegamos de noche, cuál fue mi sorpresa al levantarme a la mañana siguiente y observar que nos rodeaban campos de lavanda, secados por el sol, agostados, aunque todavía muy aromáticos, a la espera de la siega para extraer su esencia. Y por un momento imaginé el espectáculo que tuvo que ser el final de la primavera, peinado de violeta el paisaje, como en los folletos turísticos de La Provenza francesa. Una paraíso, sin duda, pero no puede evitar echar en falta aquellos otros campos infinitos de cereales dorados mecidos por el viento, junto a bancales ya segados andados por rebaños cansinos de ovejas que se oían venir desde lo lejos gracias a sus cencerros.

Y pensé que estaba asistiendo al final de un mundo que yo alcancé a conocer en sus postrimerías. El mundo de lo local, de lo autóctono, de lo auténtico, realmente circular, de baja huella de carbono, en el que los lugareños cultivaban en sus tierras el cereal cuyo grano se destinaba a la fabricación de harinas panificables o para pienso, y la paja para alimentar el ganado durante el invierno o servirles de cama, cultivar champiñones o, más recientemente, incluso fabricar materiales de construcción ecológicos, entre otros fines. Todo se aprovechaba, así, el poco grano que quedaba en el suelo junto a los restos de paja eran pastoreados con rebaños de ovejas o de cabras que con sus cagolitas abonaban la tierra. La leche era recogida por las industrias lácteas queseras, y los corderos y chivos destetados y engordados se llevaban al matadero para obtener pieles para la industria de la moda y ricas chuletas para la brasa, entre otras delicatesen.

Por la tarde pude comprobar mis peores augurios hablando con mi amigo Antonio, uno de los últimos pastores del Calar de la Santa, que me contó que ya nadie cría ganado por allí. La ganadería ha desaparecido junto con los cereales. Porque como él me dijo: "A pienso solo no se puede criar ganado". Y añadió: "Ahora el dinero (las subvenciones) sólo lo dan para cuidar el río Alhárabe".

Estoy de acuerdo tanto con el exministro como con el exalcalde, pero más allá de sus certeros análisis considero clarificador poner sobre la mesa, además, los intereses económicos, de las grandes fortunas, los grupos de inversión y las multinacionales alimentarias, que se ocultan, políticos por medio, tras los traspantajos del cambio climático, el ecologismo radical o el ogro ruso, ese con el que tantos años nos amedrentaron tras la II Guerra Mundial para garantizar sus beneficios provenientes de una industria armamentística desmesurada.

La compra por parte de estos grandes grupos de inversión de millones de hectáreas en la fértil llanura euroasiática de Ucrania; el boicot al tráfico de cereales y de fertilizantes que se ha propiciado, so pretexto de la guerra, y que dificultan enormemente la producción de alimentos en todo el mundo; o los espurios intereses de los mercados a futuro de determinadas materias primas y alimentos, son algunas cuestiones que poco ayudan a tranquilizarnos respecto de nuestro porvenir alimentario.

Vemos cómo la producción de alimentos se aleja cada vez más de nuestros entornos locales y se concentra en menos manos, cuyo objetivo no es precisamente velar por nuestro bienestar alimentario, si no maximizar sus beneficios, poniendo en riesgo nuestra soberanía alimentaria.

La parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro del Evangelio de Lucas (16, 19-31) cuenta de un rico, Epulón, que hacía un banquete cada día, y de un pobre, Lázaro, que calmaba su hambre con las migajas que caían de sus mesas. Al morir, el rico fue al infierno y desde allí, entre sufrimientos, le pidió a Dios que ya que él no podía salir de allí, al menos le permitiese a Lázaro ir a su casa, donde todavía vivían sus cinco hermanos, para que les contase lo que les pasaría si no cambiaban su modo de vida.

Seguro que nuestros abuelos y bisabuelos, que tanta hambre pasaron durante la guerra civil y en la posguerra, le estarán diciendo a Dios, espero desde el cielo, algo así como: "Deja que alguno de nosotros baje y le explique a nuestros nietos y biznietos que el hambre es una cosa muy, pero que muy, mala para que así valoren la abundancia de alimentos que tienen y a los agricultores y los ganaderos que los producen".

Aunque me temo que, como en la parábola, de poco serviría porque nadie escarmienta en cabeza ajena

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