A falta de que se apacigüe el, esperemos, breve repunte de casos de covid, parece que todo empieza a volver a su cauce. Y uno, que baila con hormigas por obra y gracia de Orson Welles y Carol Reed, que proyecta naufragios a un kilómetro de la costa y que aúlla como una gárgola en el balcón las noches de luna llena, empieza a sentirse a gusto en un terreno en que nada es lo que parece. La nueva normalidad está en obras y ese partido que solo destruye comienza a corregir un pasado que, como presente, era solo una niebla improvisada. La ganadora del Planeta son tres hombres, la ficción de una serie de televisión toma cuerpo en los recreos escolares y el cántico de perdón de Otegi no se apoya en la partitura que algunos siguen empeñados en escuchar. Vuelven la bruma, la encrucijada y la incertidumbre. Por no resistir, no está clara ni la persistencia del Black Friday. Así, por fin, ya se puede trabajar con la cabeza en las nubes. Lo de los pies en la tierra, para cuando madure.
Las certezas duran menos que los diamantes porque ninguna es para siempre. Lo sabemos los científicos, los periodistas que afrontamos una página nueva cada día y los parapsicólogos, aunque estos arriman el ascua a su sardina. Y frente a los que cuadran sus agendas en torno a las efemérides, no vaya a ser que cambie una tradición, una fiesta o un artículo de la Constitución, el mundo avanza con los que solo tienen fe en las fechas de caducidad. Uno siempre espera que de la herbácea leguminosa del guisante pueda nacer un racimo de uvas, un plato de arroz a banda o una chuleta de cordero lechal. Altamente improbable pero mucho más sabroso y absurdo.
Hemos padecido durante más de un año el goteo constante de la pandemia. Ahora toca calibrar día a día el kilometraje del precio de la luz y el avance de la lava de La Palma. Los datos son de acero templado, pero, como los guisantes cocidos, no ayudan a levantarse cada día de la cama. Lo que sí da energía es imaginar lo que va a suceder de aquí en adelante. Planear un viaje, sortear la tendencia alcista de los contenedores que vienen de China, volver al cine, pagarse un par de sesiones de psicólogo, contribuir a la vacunación universal, pedir juguetes a los Reyes Magos o nacionalizar las eléctricas. Lo que sea con tal de romper los círculos concéntricos en los que nos habíamos aprisionado y volver a dar rienda suelta a la creatividad, económica, geográfica, política, cultural o de cualquier otro orden. Soñábamos con aliviar las restricciones sanitarias y lo hemos conseguido. Soñábamos con que Europa aflojara los cinturones y repartiera fondos públicos y se ha conseguido. Soñábamos con que ETA dejara de asesinar en el País Vasco y se ha conseguido. Soñábamos con que los galardones literarios premiaran el mérito y siguen empecinados en el marketing. Nadie dijo que el futuro fuera fácil.
La novela 'Fuego en la garganta' de Beatriz Serrano, ambientada en València, finalista del Premio Planeta 2024