MURCIA. Una imponente muralla se alza ante mí, testigo de aquellos tiempos en los que las ciudades debían protegerse de posibles ataques. Imagino a soldados en el paso de ronda atentos a cualquier movimiento, sabedores de que cualquier despiste podría ocasionar un grave daño para la ciudad y sus habitantes. Cruzo la gran puerta y pongo un pie en la ciudad. El frío de ese recio muro contrasta con la gran avenida adoquinada que tengo ante mí y a la que se asoman casas de color pastel, algunas de ellas con los típicos entramados de madera alemanes. Estoy en Rotemburgo (Rothenburg ob der Tauber en alemán), una localidad cercana a Nuremberg que presume de ser el testimonio vivo de la Alemania medieval.
Antes de adentrarme por sus calles y conocer si es verdad lo que dicen de ella, asciendo por las escaleras que dan acceso a la muralla, que abraza a la ciudad a lo largo de cuatro kilómetros y tiene 42 torres. El crepitar del suelo de madera me acompaña a mi paso y mis manos, al acariciar el muro, sienten el frío de las rocas y de la historia que encierran. En él se ven unas pequeñas placas con los nombres, de no más de cuarenta caracteres, de quienes financiaron la reconstrucción de la muralla (el precio por metro eran 60 marcos, lo que equivalía al salario mínimo interprofesional). Al mirar bien esas vigas de madera del techo me percato de que están numeradas, por si alguna vez debían reutilizarse.