Hace unos meses, al término de una jornada de salud mental en la que intervine, alguien me dio un toque en el hombro y me giré para descubrir una cara vagamente conocida. Se identificó, sonrió y me inundó la alegría: era un antiguo paciente, alguien con el que años atrás tuve largas entrevistas, amargos debates. El tema era el sinsentido. La angustia para mí era protegerle poco de sí mismo, para él: seguir vivo. Era alguien que no encontraba el hilo para seguir, alguien al borde del precipicio. Un suicida. No daré detalles del camino que le había puesto ahí, sólo diré que por entonces él era el enfermo y yo la psiquiatra. Su puesta en escena era la del depresivo que colapsa, la mía: la de la técnica en rescates. Tenía una inteligencia soberbia y me convencía, semana tras semana, de que no lo enviara al hospital todavía. Nunca lo hice. Me daba su palabra de volver a su cita. Y con eso, que es una nada, que lo es todo, volvía yo cada día preocupada a mi casa.
Años después su expresión y su testimonio me han dicho que fue un acierto pero, ¿y con tantos otros? El pasado 10 de septiembre fue el Día Mundial para la Prevención del Suicidio y ya sabemos, por fin, las cifras de este terrible fracaso: 11 personas al día en España, un incremento del 11.6 % desde el 2019 al 2022. Y las consultas de salud mental son ya irrespirables porque la demanda ha crecido en el mismo periodo un 32.65 % y el aumento de recursos es notable, pero tímido para lo que aún se necesita.