MURCIA. Una sensación de ahogo leve que no remite, un escalofrío recurrente de baja intensidad, una incertidumbre oleosa que se agarra a los músculos y vuelve nuestros movimientos menos precisos, más inseguros. Algo acecha en el horizonte. Está suficientemente lejos como para que todavía no podamos describir su aspecto con certeza, pero lo suficientemente cerca como para sentir la amenaza como algo muy real. Puede que incluso inevitable. En cualquier caso, seguimos hacia adelante, no por valor, sino por inercia. A medida que recortamos la distancia contemplamos la posibilidad de desviarnos de la trayectoria de colisión: si giramos un poco ahora, con suerte evitaremos el encontronazo fatal. Allá, a no mucho tiempo en el después o en el mañana, la figura gana en nitidez. Aguarda paciente, creemos vislumbrar una línea que bien podría ser una sonrisa. Nos está esperando. Parece relajada, parece tener la situación bajo control.
Nosotros no sabemos nada de sus intenciones, pero el viento trae un aroma inquietante, salvaje, cruel. No nos detenemos: caminamos. Tratamos de convencernos de que quizá estemos exagerando; al fin y al cabo es solo una forma borrosa tras el filtro azul que cubre las montañas en el fondo del paisaje. Sin embargo, no somos capaces de sacudirnos de encima el malestar. ¿Sabremos defendernos, llegado el caso? No. Entonces caemos en la cuenta: la gente saca pecho hablando de bizarría en situaciones límite, pero la realidad es que la mayoría es un gran rebaño rumbo al matadero. ¿Qué haremos si cae el frágil muro del pacto social, si las correas de los perros del odio se deshilachan finalmente y ya nada se interpone entre ellos y nosotros, entre su rabia terminal y nuestra normalidad indefensa? La idea ha hecho presa en nuestro pecho y no nos abandona. Avanzamos hacia un futuro de dolor confiando en que las viejas fórmulas funcionen, pero ya no funcionan. Lo apostamos todo a una providencia humana que detendrá al mal para que triunfe aquello a lo que llamamos, con algo de ingenuidad, el bien.