Septiembre es el mes del “nuevo comienzo”. El calendario se reinicia, los gimnasios se llenan, las agendas se estrenan y todo el mundo parece tener propósitos. Comerse el mundo, reinventarse, cambiar de hábitos, vivir con más sentido.
En los escaparates, en los correos, en los mensajes corporativos, la palabra “propósito” se repite como si fuera un mantra mágico capaz de curar el vértigo de volver. Y no lo critico. Yo también he caído ahí. Lo hago cada año: me compro una libreta nueva, escribo mis intenciones, dibujo rutinas ideales e incluso me apunto al gimnasio con la misma fe con la que otras personas compran lotería: por si este año sí… luego llega octubre y no sé muy bien si seguir pagando o declararlo como donativo.
Pero este año me pasa algo distinto: estoy cansada de caer en la trampa del propósito. De esa obligación de tenerlo todo claro, todo alineado, todo definido. Como si el simple hecho de ser ya no fuera suficiente, si no viene acompañado de un “para qué” brillante que lo justifique. Como si estar presente no fuese suficiente si no se traduce en metas medibles o discursos inspiradores.
Vuelvo de las vacaciones con muchas cosas en la cabeza, sí. Con nuevas ideas, con energía, con preguntas. Pero también con dudas. Con momentos de silencio que me han venido muy bien. Con la certeza de que a veces no hace falta proyectar tanto, ni brillar tanto, ni correr tanto.
Vuelvo de las vacaciones con muchas cosas en la cabeza, sí. Con nuevas ideas, con energía, con preguntas. Pero también con dudas. Con momentos de silencio que me han venido muy bien. Con la certeza de que a veces no hace falta proyectar tanto, ni brillar tanto, ni correr tanto.
¿Y si este septiembre no debiéramos tener un propósito perfecto?
¿Y si el propósito, este año, fuera simplemente no perder el equilibrio?
¿O sostener lo que en agosto nos hizo bien?
Desde mi trabajo en Recursos Humanos escucho muchas historias. Personas que se esfuerzan, que lo dan todo, que llegan hasta donde pueden. Y también personas que se sienten mal por no poder más. Porque septiembre les exige empezar como si no vinieran de un año entero a cuestas. Como si las vacaciones fueran un reset automático. Como si el cansancio no se acumulara en la piel y en el alma.
Y no, no siempre hay espacio para parar. Ni todo el mundo puede cambiar de vida. Ni todas las empresas están en el momento de repensarlo todo. Pero sí creo que podemos hablar más claro. Decir que a veces nos cuesta. Que no sabemos muy bien cómo sostenerlo todo. Y más aún en estos días de Septiembre en los que la vuelta al cole agita las rutinas, los horarios se encogen y las familias se reorganizan como pueden, mientras intentan mantener la sonrisa en el trabajo y la mochila lista en casa.
Este septiembre no tengo grandes frases motivacionales. No he escrito mi visión 2030. No me he puesto objetivos SMART.
Puede que no suene a un gran plan estratégico. Pero quizás ahí esté la clave: no todo necesita una hoja de ruta perfecta. A veces basta con hacer espacio para lo importante, sin prisa ni grandilocuencia.
Por eso, este año, más que reinventarme, me he propuesto algo más sensato: mantener lo que funciona, revisar lo que pesa y ajustar lo que no encaja. Cuidar los ritmos, los mensajes, los tiempos de las personas, y también los míos, sin necesidad de morir de éxito. Pequeños cambios, reales. Que sumen sin arrasar.
Porque septiembre no es el nuevo enero. Es solo septiembre.
Y a veces, sobrevivirlo con dignidad ya es todo un propósito.
Elena Gil Ortega
Directora de RRHH Hozono Global Grupo Corporativo
Cátedra de la Mujer Empresaria y Directiva