Que una sociedad posea entre sus ideales más altos la autenticidad es grata noticia. ¿Cómo no iba a serlo si en tal paquete irían valores como la sinceridad, coherencia o independencia de criterio? Pero por lo que observamos, en las aguas por las que nadamos es demasiado pedir. ¿Dónde queda el sé tú mismo?
Toda cultura popular invita incesantemente a los jóvenes que sean ellos mismos, pero ¿hasta qué punto les concede luego libertad para definirse a sí mismos? A tal cuestión me viene a la memoria el crítico literario Lionel Trilling, en su libro Sinceridad y autenticidad, que nos comenta: “El esfuerzo concertado de una cultura o de un sector de la cultura para lograr la autenticidad genera sus propias convenciones, sus generalizaciones, sus lugares comunes, sus máximas”.
Demasiadas presiones nos vienen acechando desde frentes muy diversos: algo de redes sociales, postureos de todos los colores, filtros y otras tantas, que funcionan como máscaras del yo. Sobre nuestras identidades, algunos llegan a decirnos que cuestionemos nuestros yoes, donde persiste permanentemente definirnos contra “lo normativo” y lo “binario”; esto es, deconstruir la diferencia masculino-femenino y a abrazar la fluidez de género.
También es recurrente la insistencia con que los famosos animan a descubrir nuestra esencia apelando a los sentimientos como única guía, en vez de integrarlos junto a la inteligencia y la voluntad. De la mano de esta versión emotivista del “sé auténtico”, suele ir una disyuntiva tan irreal como innecesaria: de un lado están tus sueños, tu pasión, tu deseo de vivir la propia vida de un modo auténtico y excitante; del otro, la triste realidad de tus deberes cotidianos.
El imperativo de ser uno mismo puede andar lejos del atractivo ideal que perfilaría Charles Taylor en su Ética de la autenticidad. Este filósofo canadiense no veía incompatibilidad entre la fidelidad a sí mismo y la apertura a “horizontes de significado” que trascienden al yo, como “la historia, tradición, sociedad o nuestra misma naturaleza”. Otro gigante, Aurelio Arteta, en Tantos tontos tópicos, lamenta que el consejo del que venimos hablando, el “sé tú mismo, haya llegado a significar algo tan distinto del clásico: “Llega a ser el que eres”. Si la frase de Píndaro, el gran poeta lírico de la Grecia antigua, exhortaba a buscar la mejor versión de nosotros mismos a través del autoconocimiento y el ejercicio de las virtudes, el “sé tú mismo” contemporáneo, al menos, en su versión más difundida, convierte en verdad incontestable la idea de que todo en mí es valioso por el hecho de ser mío.
Así entendido, el “sé tú mismo” no solo dispensa a cada cual de la noble y exigente tarea de buscar el propio perfeccionamiento ético y moral, sino que impone al resto la obligación de no cuestionar todo aquello que hoy se ve como una prolongación de la identidad: opiniones, valores, estilos de vida…
Si las vemos venir, nos daremos cuenta de que 'un mayor aprecio al juicio de sí mismo que al juicio de los demás' es importante poseerlo"
En el corolario lógico de la premisa: si no tengo nada que mejorar ni que aprender de los demás, nadie tiene derecho a sugerirme cambios en mi forma de pensar y de actuar. Y en ese “los demás” están incluidos desde los padres, profesores, amigos y, grandes libros de la literatura y el pensamiento.
Esta mentalidad convierte el relativismo y el culto a la diversidad en valores civiles innegociables: nadie puede clamar que existen ideas o conductas mejores que otras; el solo hecho de afirmar que “yo lo veo así” o “yo lo siento así”, hace estimables mis puntos de vista. O como dice Arteta: “La retórica de la diferencia y de la diversidad culmina en el sinsentido de predicar que toda opción moral es igualmente valiosa porque solo la propia elección otorga valor”.
La paradoja es que, después de proclamar a los cuatro vientos que no hay opciones objetivamente mejores que otras, sino que es la decisión subjetiva de cada cual la que confiere significado y valor, la cultura popular apoya una visión de la autenticidad que entrega a los demás el poder de definirnos. Ello nos lleva a pensar que no basta con ser personas corrientes y hemos de sobresalir en algo, mostrando al mundo las cualidades especiales que nos hacen diferentes, como dice Reckwitz, “la autenticidad performativa”, donde todos debemos acreditar nuestra singularidad, si no deseamos quedar relegados a la condición de un simple parias.
De tal forma, no es difícil imaginar dónde queda la autoestima de muchos. Y tampoco es extraño que muchos confiesen abiertamente que prefieren ser especiales a ser felices. Si las vemos venir, nos daremos cuenta de que “un mayor aprecio al juicio de sí mismo que al juicio de los demás” es importante poseerlo; renunciar al “ser ideal o perfecto” que nos hemos forjado o que otros han dispuesto por nosotros, y empezar a querer de forma incondicional al yo real, lo que no excluye el esfuerzo por cambiar lo que razonablemente se pueda cambiar.
Así, el yo, si busca una mejor versión del si mismo, a través del cultivo del saber y de las virtudes, pero también aprende a aceptarse, a ver lo positivo de uno mismo y a no sentir vergüenza por quién es. Planteamientos como este ayudan a reformular el ideal de la autenticidad en términos más saludables.