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OBITUARIO

El papa Francisco: un hombre normal

Publicado: 21/04/2025 ·13:13
Actualizado: 21/04/2025 · 13:26
  • El papa Francisco

Un buen amigo decía que el papa Francisco era un incomprendido, que era rehén de la soledad de los suyos propios. Recibía más elogios de los profanos que de los beatos. Fricciones que en ocasiones no eran más que espejismos que amenazaban con rebelarse contra ese precepto evangélico en el que Jesús alertaba de que todo reino dividido contra sí mismo no puede permanecer.

Así, los enemigos infundidos por las tentaciones íntimas y menores se afanaron en proyectar en el propio Papa sus miedos y pecados. Desde algunos que le acusaban de ser comunista cuando no entendían que ni él ni Cristo fueron referentes de una ideología más moderna que la buena noticia promulgada en los evangelios. “Yo soy el que soy”, le reveló Dios a Moíses en su éxodo por el desierto. 

Francisco era, como se han afanado en repetir los que le conocían, único e irrepetible. Porque, en un tiempo en el que la meritocracia brilla por su ausencia y en el que muchos ostentan cargos que no merecen, la voluntad divina no suele confundirse (a excepción de nuestro paisano Alejandro VI) a la hora de escoger a su emisario principal en la tierra. Todos los que llevaban el anillo de pescador tenían algo especial, habían sido elegidos para tal ardua tarea por su aire genuino, por su sensibilidad concreta para unos tiempos determinados.

Resulta curioso que una de las cosas que más se destaque de su personalidad sea su sentido del humor, una característica que antaño habría pasado desapercibida o hubiese sido irrisoria, en unos tiempos en los que da la sensación que hasta los propios cristianos vivimos en una cuaresma permanente, la utilización del recurso del humor como actitud ante la vida es una genialidad. Humor que no es sino sinónimo de humildad, un reflejo nítido del que tiene la capacidad de no tomarse demasiado en serio a sí mismo.

En eso también marcaba la diferencia, en una época en la que parece que todos vamos liados y que todos somos importantes, él quitó hierro a su cargo (no lo digo porque renunciara al oro de su anillo papal). Acostumbrados a dar una excesiva importancia a todo aquel que tiene una responsabilidad por ínfima que sea, afeó los besos de los fieles a su anillo, no dejó que nadie le llamara padre, ánimo a la Curia (esa que en ocasiones es más cainita que cualquier otro grupo político) a oler a oveja, a salir de los templos.

En definitiva, practicar la proeza de ser un hombre normal en este culto a la ostentación de nuestro tiempo, de hacer cosas cotidianas con suma normalidad. Hablar por teléfono, los que le conocen dicen que le encantaba. Cortarse el pelo. Tener tiempo para estar con los demás… Tras el teólogo pero profundamente humano Benedicto XVI llegó una persona normal para bajar a los creyentes de esa especie de torre de marfil moral en la que vivíamos. 

Porque él nos enseñó, como señaló en una de sus primeras encíclicas, que había creyentes que cumplían más la voluntad de Dios que los propios católicos.                

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