Recientemente la parte socialista del Gobierno español ha anunciado que pretende cambiar la Constitución para que recoja lo que ellos llaman derechos reproductivos de las mujeres y que más bien son justo lo contrario, pues nada tienen los abortos de reproductivos. La oposición ha denunciado que se trata de una cortina de humo para enmascarar los problemas que acosan al presidente, con su esposa y su hermano bajo sospecha de haber delinquido. Por no hablar de la extrema presión que ejercen sobre el Gobierno las mismas fuerzas separatistas que propiciaron el nombramiento de Sánchez como presidente. Unas presiones que van sistemáticamente en beneficio de dos de las regiones con mayor renta de España, como son Vasconia y Cataluña, y en detrimento de las de menos renta, como Murcia, Andalucía y, de hecho, España en su conjunto. Desde la cooficialidad del catalán y el vasco en la Unión Europea al cupo fiscal catalán, con principio de ordinalidad incluido, pasando por las transferencias de las competencias exclusivas en inmigración y el aseguramiento de la exclusión del español en la enseñanza y, en general, en todos los servicios públicos. Pero siendo probablemente cierta la tesis de la doctrina de humo, algunos no nos resistimos a entrar en el debate de fondo.
Como catedrático de Genética puedo asegurar que el aborto no es ninguna interrupción voluntaria del embarazo, como dicen sus propagandistas. Mientras que la palabra "interrupción" tiene una connotación de transitoriedad, nada tienen de transitorios los abortos. Si decimos que se ha interrumpido el suministro eléctrico damos a entender que, antes o después, se restablecerá; en cambio, cuando decimos que hemos interrumpido un embarazo estamos ocultando que nunca se restablecerá. Se trata, pues, de un eufemismo deliberadamente engañoso, cuyo objetivo es aliviar la carga moral que recae objetivamente sobre los abortistas. Lo mismo ocurre al hacer énfasis en el embarazo, dirigiendo la atención hacia la madre y borrando por completo del discurso al embrión que está criando en su útero. Porque la clave de la cuestión del aborto es que no está implicado solo un ente, la madre, sino dos, la madre y el embrión, que es tan humano como ella. Así que no es una interrupción transitoria del embarazo, sino una privación irreversible de la vida de un embrión humano. No se trata entonces simplemente del derecho de la mujer a disponer libremente de su cuerpo, un derecho que ya ejerció cuando aceptó el coito que originó el embarazo, sino de arrostrar las consecuencias de su previa decisión. No puede desentenderse frívolamente de esa responsabilidad, pues, salvo que sea un caso de violación, ya la asumió al principio del proceso.
En suma, que el aborto no es una cuestión del derecho exclusivo de las mujeres sobre sus cuerpos, sino una colisión entre el derecho de la embarazada a revocar las consecuencias de la decisión que adoptó al copular y el derecho a vivir del embrión que generó. Si no fuese así, la Constitución no diría que todos tienen derecho a la vida, sino que todos los nacidos tienen derecho a la vida. Y tampoco castigaría el Código Penal con más dureza los asesinatos de mujeres grávidas que los de las demás mujeres. Tanto los constituyentes como los legisladores sabían que los no nacidos no son molestas verrugas crecidas espontáneamente en las entrañas de las mujeres, sino incipientes seres humanos iniciados en actos, idealmente voluntarios, de fecundación.
El derecho a abortar implica negar a los embriones humanos su derecho a vivir"
Conscientes de que plantear los abortos como colisiones de derechos no les beneficia, los abortistas se esfuerzan por borrar los embriones de la ecuación. Así, Verónica Martínez Barbero, portavoz de Sumar en el Congreso, ha escrito que "el derecho al aborto es la afirmación de que ninguna persona puede ser reducida a su capacidad reproductiva, de que su vida y su persona le pertenecen solo a ella". No habla de mujeres, sino de personas, porque Verónica cree que puede haber hombres gestantes. Para eso bastaría, según ella, que se quedase preñada cualquier persona que, habiendo nacido con su vagina, su útero y sus ovarios, se declarase hombre cuando lo considerase oportuno. Pero dejemos para otro Tibio la discusión colateral de si no es verdad, como han descubierto los genetistas, que la inmensa mayoría de los humanos heredamos una constitución cromosómica XY y nos desarrollamos como varones o una constitución XX y nos desarrollamos como hembras. Centrémonos en que Verónica habla de que su vida y su persona le pertenecen solo a la gestante. No seré yo, antropocentrista convencido, el que niegue eso, pero afirmo que el aborto no tiene nada que ver con el derecho a la vida de las mujeres, sino con el derecho a la vida de sus potenciales hijos una vez concebidos. Por el contrario, Verónica opina que el núcleo esencial del derecho al aborto tiene que ver con la dignidad, la autonomía y la integridad física y moral de la persona gestante.
Es difícil de entender para una persona con mi mentalidad, entrenada en el valor supremo de la vida humana, que abortar preserve la dignidad y la integridad moral de ninguna mujer, pues me parece que más bien las menoscaba. Si algún embarazo pusiese en riesgo la integridad física de la madre tendría sentido examinar la colisión de su derecho a la salud y a la vida con el de su embrión, pero sin ese riesgo, como ocurre en la mayoría de las preñeces, solo habría una colisión entre el derecho a la autonomía de la mujer y el derecho a la vida del no nacido. Al discrepar en ese punto, Verónica y un servidor también discrepamos en lo referente a la propuesta socialista. Mientras que yo me niego a insertar el derecho a abortar en la Constitución, la portavoz de Sumar lo apoya, pero le parece insuficiente: ella sería partidaria de reforzar el texto propuesto para no dejar cabida, en la medida de lo posible, a ninguna clase de objeción. Con permiso de Feijóo, que considera imprudente hablar de estos temas, proclamo que, en realidad, el derecho a abortar implica negar a los embriones humanos su derecho a vivir. En esto, los antropocentristas coincidimos con los cristianos, declarándonos ambos biófilos, o sea, amantes y protectores de la vida.