En los últimos meses, el Gobierno ha impulsado un proyecto que parece extraído de una distopía económica: obligar a las empresas a entregar sus cuentas a los sindicatos quince días antes de iniciar la negociación colectiva. La medida, amparada bajo el paraguas del llamado Observatorio de Márgenes Empresariales, pretende dotar de mayor transparencia a la negociación de convenios, permitiendo a los representantes laborales conocer de antemano los beneficios y márgenes de las empresas.
En teoría, la intención es loable. La información económica reduce asimetrías y puede facilitar acuerdos más justos. Pero el modo en que se articula esta obligación plantea un dilema de fondo: ¿dónde termina la transparencia y dónde empieza la vigilancia?
Porque lo que se propone no es una colaboración voluntaria, sino una obligación impuesta bajo amenaza de sanción. No se trata de publicar las cuentas anuales —que ya son públicas y auditadas—, sino de someter su interpretación a un control previo que condiciona el margen de decisión empresarial. El problema no es enseñar las cuentas, sino que se utilicen como instrumento de presión política para determinar cuánto “debe” ganar o repartir una empresa.
En España, a diferencia de Alemania, parece que la transparencia se invoca para señalar, fiscalizar y, en último término, castigar al que obtiene beneficios"
En países como Alemania, los sindicatos también acceden a la información económica de las empresas, pero con un propósito distinto: garantizar su continuidad y fortalecer la cooperación. Allí, la cogestión se entiende como un pacto de corresponsabilidad: trabajadores y empresarios comparten información para proteger un bien común que se llama “empresa”. Aquí, en cambio, parece que la transparencia se invoca para señalar, fiscalizar y, en último término, castigar al que obtiene beneficios.
Este cambio de paradigma invierte la carga de la prueba. Ya no son los trabajadores quienes deben justificar la necesidad de mejorar sus condiciones, sino las empresas las que deben demostrar que no pueden concederlas. Y al hacerlo, se instala la sospecha permanente: si ganas dinero, debes explicar por qué no repartes más. Ese clima erosiona la confianza y debilita la cultura empresarial, porque transforma el éxito en algo que debe esconderse o justificarse.
Las consecuencias son predecibles: las grandes corporaciones, con más recursos, podrán gestionar la presión informativa; las pequeñas y medianas, que constituyen el tejido real del país, sufrirán más burocracia, más rigidez y menos libertad para decidir cómo organizar su negocio. En lugar de incentivar la eficiencia, se penaliza el rendimiento.
A los trabajadores les interesa estar en empresas rentables. Su seguridad laboral depende precisamente de que haya beneficios que garanticen la continuidad del empleo. Convertir la rentabilidad en un criterio moral o político que hay que someter a escrutinio público es caminar hacia un estado policial empresarial, donde la vigilancia sustituye al diálogo y la desconfianza al equilibrio.
El verdadero observatorio debería ser el de la cooperación: un espacio donde analizar márgenes, sí, pero también productividad, innovación y sostenibilidad. Porque sólo desde la creación conjunta de valor se puede construir una negociación sólida y una economía equilibrada.
Al final, los márgenes empresariales no son una hucha a la que meter mano, sino el aire que permite que una empresa respire. Y si seguimos apretando el corsé del control, corremos el riesgo de asfixiar a quienes sostienen el empleo. Qué difícil es ser empresario en este país.
Isabel Martínez Conesa
Catedrática en Economía Financiera y Contabilidad y directora de la Cátedra de Mujer Empresaria y Directiva de la Universidad de Murcia