Cuando uno vive en el sureste del mediterráneo, el verano es sinónimo de calor extremo. Durante semanas, la vida en ciudades de la Región de Murcia se convierte en una batalla contra temperaturas que superan la lógica de lo soportable. El recurso de muchos ciudadanos es huir hacia el norte, buscando el alivio de noches frescas, bosques húmedos y montañas protectoras. Sin embargo, lo que debería ser un refugio se ha transformado en un escenario de pesadilla: el norte arde.
Este verano, la provincia de León, desde El Bierzo hasta Astorga, desde Boñar hasta Riaño, desde las laderas de los Picos de Europa hasta la misma capital leonesa, se ha convertido en un mapa de fuego y humo. Lo que esperaba ser un respiro frente a la canícula mediterránea se ha convertido en una experiencia apocalíptica: ciudades cubiertas de ceniza, cielos anaranjados, un aire denso y tóxico que recordaba más a una película distópica que a la promesa de vacaciones en la naturaleza.
Cada verano, la historia se repite con idéntico guion: llamamientos de emergencia, medios insuficientes, culpables difusos y una ciudadanía atrapada en la impotencia"
La tragedia de los incendios en León y en otros lugares de la península no es solo una consecuencia del cambio climático, aunque este actúe como telón de fondo y multiplicador del riesgo. El verdadero incendio es la incapacidad crónica de las administraciones autonómicas para coordinarse, para diseñar una estrategia común de prevención y respuesta. Castilla y León, Galicia, Asturias o Cantabria comparten bosques, montañas y, por tanto, riesgos. Pero la cooperación institucional brilla por su ausencia. Cada verano, la historia se repite con idéntico guion: llamamientos de emergencia, medios insuficientes, culpables difusos y una ciudadanía atrapada en la impotencia.

- Astorga. -
- Foto: C. R. C.
Más allá de la pérdida de miles de hectáreas de patrimonio natural, el impacto inmediato sobre la salud de los ciudadanos es innegable. Respirar en León capital o en Astorga durante estos días ha sido una experiencia devastadora. El aire esta impregnado de partículas, con una calidad pésima que cualquier estación de medición hubiera calificado de peligrosa. El simple hecho de abrir una ventana era permitir la entrada de un humo que irritaba la garganta y la conciencia. Y lo más grave: esta situación se vive con una normalidad inquietante, como si nos hubiéramos acostumbrado a convivir con la catástrofe.
Negar la relación entre olas de calor extremas, sequías prolongadas y la proliferación de incendios forestales es un ejercicio de irresponsabilidad política y moral"
El impacto visual es otra de las heridas abiertas. Donde antes había frondosos bosques, ahora quedan laderas calcinadas. Los turistas, que como tantos ciudadanos del sur buscamos en el norte un respiro, nos encontramos con panorámicas devastadas, con horizontes que parecen arrancados de un relato de fin del mundo. La pérdida no es solo ecológica: es cultural, emocional y social. Las comarcas que viven del turismo rural ven cómo su atractivo se desvanece bajo las llamas.
Lo más doloroso no es solo la magnitud de los incendios, sino la opacidad con la que se gestionan. Las cifras llegan tarde, los responsables se esconden y, lo que es más grave, todavía hay quienes niegan la raíz del problema: el cambio climático. Negar la relación entre olas de calor extremas, sequías prolongadas y la proliferación de incendios forestales es un ejercicio de irresponsabilidad política y moral. Mientras tanto, los ciudadanos sufrimos las consecuencias en silencio, resignados a que cada verano será peor que el anterior.
Lo que se está viviendo en León y en tantas otras zonas del norte no es un accidente, es un aviso. La geografía del refugio climático se desmorona. Ya no hay un “norte” que nos salve del calor mediterráneo, ni una montaña que nos proteja de los efectos de una emergencia climática global. Mientras las administraciones discuten competencias y presupuestos, el país entero se quema. El viaje del calor al infierno no es solo una metáfora de mi experiencia personal. Es la metáfora de unas administraciones publicas que no logran articular una respuesta seria y coordinada a uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. El futuro no se sofoca con discursos ni con negaciones, sino con prevención, cooperación y responsabilidad. Todo lo demás, literalmente, arde.