La necesidad de captar la atención en el mar revuelto de la opinión pública está propiciando una dinámica en la que la gresca tiene premio. Pero no estamos condenados a dejar que la mentalidad utilitaria se imponga sobre la integridad. A la máxima “grita más y te harán más caso”, se le puede oponer otra más luminosa: “Cuida las palabras y haz el bien, aunque no se note”. Sin duda, nuestras conversaciones y, más en verano, se pueden volver caóticas y desorganizadas con reyerta incluida.
En estos espacios públicos desorganizados de los meses estivales, donde hasta es posible tengamos falta de tiempo para pensar, leer o escuchar, puede cundir el pánico entre los que desean comunicarse. “Bajo las condiciones de esta economía de la atención, el énfasis es posible debería ponerse en la capacidad para generar impacto. De aquí surge una retahíla de incentivos perversos que van deteriorando la calidad del debate público: ¿para qué demorarse en el cuidado de las palabras, la selección de argumentos o la búsqueda de matices, si lo que da puntos es “la contundencia en las opiniones, la descalificación visceral o las actitudes polarizantes?
Tenemos excelentes parlamentarios que explican sus ideas de forma educada y, por ello, no encuentran ecos en los medios"
La maderación, gran dama de alta belleza, estorba e impide llegar al mayor número posible de personas; es un lastre para la eficacia. Algún conocido, en un momento dado se atrevía a decir: “Sin contundencia, no te escuchan”. Tenemos excelentes parlamentarios que explican sus ideas de forma educada y, por ello, no encuentran ecos en los medios. Así, hasta es posible que alguna vez que otra, nuestras tertulias veraniegas, en momentos claves, puedan llegar al nivel del ambientazo del Congreso. Comprendemos la preocupación por captar la atención en este oleaje de pasiones. Pero la eficacia no es el único valor que importa en la comunicación. Verdad, calma, integridad y buena fe lo resumen todo.
Un contraejemplo, casi diría una fe ancestral, en la palabra, decía en una entrevista: “Creo que es muy importante cómo se dicen las cosas. El problema no es tanto las opiniones, sino la manera muchas veces agresiva y violenta con la que se utiliza el lenguaje (….) He intentado hacer de esa reflexión una divisa: el cuidado, el respeto al que me habla, la elección cuidada de las palabras para que no exista agresividad”. Y, con visible optimismo, añadiría: “Esa forma de respetar a quien nos dirige la palabra al final acaba siendo más contagiosa de lo que creemos”.
He escuchado a ciertos buenos lectores, los que leyeron El infinito en un junco que hallaron alivio para su dolor en este grandioso libro. La escritora confesaría que lo escribió en un período muy duro, mientras cuidaba a su hijo enfermo “precisamente para centrar la atención en otra cosa, para pensar en algo luminoso que le alegrase a sobrellevar tal situación". Escribía de una manera terapéutica. Y quizá por eso el libro puede tener ese mismo fin.
Una buena amiga me regalaría una perla como la siguiente: “Mi abuelo paterno decía una frase que se me ha quedado marcada. “El bien no se nota”. Era una persona cuidadora, evitaba el daño a los otros, aunque ellos no lo llegaran a notar. Seguía comentando: “El mal es ruidoso, el bien no se nota porque no chirría”. Ahora hay mucha gente que hace el bien que no suena, sin duda alguna, y quizá, en todas las esquinas del presente verano, tendríamos que mirar alrededor para observar cuántos están haciendo esfuerzos para que todo funcione ante la barbarie que tenemos encima.
Nunca es tarde. Feliz Verano.