No en pocas ocasiones la celebración de los avances científicos viene a expiar los males del mundo. Más todavía en un momento en el que los think tanks propios y foráneos predican, una vez más, la llegada del Armagedón basados en la conciencia de que vivimos el mayor peligro de guerra nuclear desde 1945 y que las perspectivas climáticas amargan los objetivos del Acuerdo de París.
La “mejor” ciencia publicada, la de las revistas de prestigio en la que cada vez creen menos los propios investigadores para competir por la carrera científica en España, nos asiste para congratularnos por la capacidad de ver mejor que nunca el universo o reconfortarnos en haberle encontrado un final a la escasez de la energía a través de la fusión nuclear, manera sofisticada de enjabonarnos de buenismo que a veces desluce porque a algunos se les ocurre recordar que todavía no se ha visto un nuevo Einstein ni a nadie se le ha vuelto escuchar “Eureka”.
Los trends de ciencia reinciden en elogiar los éxitos internacionales, sin más prejuicio que el de distraer la mirada lejos de la ciencia y la innovación de casa, lo que alimenta un derivado del menfotismo en su vertiente de I+D, más trascendente que nuestro inacabado y sufrido influencer system científico.