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Tiempo eres y en polvo te convertirás: ‘Llévame a casa’, de Jesús Carrasco

  • Foto: IVÁN GIMÉNEZ/SEIX BARRAL

MURCIA. El tiempo es la dimensión más cruel: la temporalidad, la condición que mejor define la existencia humana. Pensando en ello viene a la memoria —la memoria es parte de la experiencia humana del tiempo, una herramienta bastante imperfecta, falible, y esencial— una campaña publicitaria escalofriante que calculaba el tiempo que íbamos a pasar en adelante con nuestros seres queridos. De Ruavieja era. Ese tiempo que nos queda para disfrutar de ellos se mide en días. En pocos días. En su momento, allá por dos mil dieciocho, ya pareció un golpe excesivo para anunciar un licor. De hecho cuesta desde entonces olvidar este péndulo, que como en el relato de Poe, baja poco a poco marcando de forma aterradora el tiempo y desencadenando su consecuencia más clara. El tiempo no solo es la dimensión más cruel, sino de todas las que conocemos, mediante la experimentación y sobre el papel en el que se gestan las teorías de la física más especulativa, la que menos comprensible resulta: ¿existe el tiempo fuera de la percepción humana? En caso de existir, ¿los percibirían otros seres de este modo lineal tan dramático? El tiempo no se parece a nada: el futuro, ¿viene hacia nosotros, o vamos nosotros hacia él? El presente es incluso más confuso: ¿cuánto dura? ¿Cuánto mide? Según se dice, nuestra capacidad sensorial para gestionar los acontecimientos inmediatos, para recibirlos e interpretarlos, hace que vivamos siempre un poco en el pasado. Ahora mismo los que razonamos no es el ahora, sino el ahora hace unas fracciones de segundo. No está mal. Pero si en el ahora auténtico ocurriese una catástrofe definitiva, tan rápida como una explosión cósmica, este instante lo estaríamos viviendo en paz, ajenos a nuestra extinción.

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