MURCIA. Dada la cercanía de las fiestas navideñas, y porque me apetece hacerlo, voy a tratar en estas líneas el asunto de las luces de Navidad. Tengo la fortuna de conocer lugares diferentes de la geografía española engalanados para la ocasión y el último en el que he estado, que conozco bien y al que volveré, ha resultado ser inspirador. El tema, además, tiene un tinte medioambiental por su vertiente relacionada con el ahorro energético y la contaminación lumínica, siendo la iluminación navideña cada vez más un motor turístico para la captación de visitantes.
Pues bien, para solventar el problema de impacto medioambiental, basta con ponerse a trabajar en sistemas de iluminación de bajo consumo, eficientes, regulados y estratégicos, en lugar de seguir tirando de las bombillas decimonónicas y el obsoleto cableado en forma de maraña sujeto de cualquier modo, que muestra durante el día un sospechoso aspecto de chapuza. Ahora que tenemos protestas con el debate de las estufas en terrazas y con manifestaciones por parques eólicos invasivos, es un buen momento para hablar de la función que realiza la iluminación navideña más allá de lo que se ve.
"Que alguien vuelva a su casa como el turrón, al pueblo perdido apenas morado, y lo encuentre iluminado a su llegada, es un regalo inesperado que hace clic muy adentro"
Estas luces que nos llegan cada mes de diciembre son un motivo de alegría en la mayoría de los lugares en los que se instalan, y absolutamente imprescindibles en los lugares fríos y poco habitados. Que alguien vuelva a su casa como el turrón, al pueblo perdido apenas morado, y lo encuentre iluminado a su llegada, es un regalo inesperado que hace clic muy adentro. Esta luz artificial en las calles financiada por los diferentes Ayuntamientos es importante en aquellos lugares donde los abrazos se espacian y el contacto se difumina en la distancia. En pueblos de la España de separaciones kilométricas y pueblos semivacíos que conservan vestigios arquitectónicos de su historia recuperados, cuidados y puestos en valor, he paseado entre torres y murallas, sobre calles empedradas bajo un frío intenso, y he sentido el calor de las luces que anuncian un tiempo de encuentro. Muñecos de nieve, trineos de Papá Noel, camellos de los Reyes Magos, cajas de regalo gigantes, árboles de Navidad de los de verdad, estrellas de Belén sobre torres medievales y nacimientos a escala real en el pórtico de la iglesia con una cuna que mece al Niño y que puedes balancear al estilo de las cunas de antaño. Y lo más extraordinario, es que todo ello estaba perfectamente integrado con el patrimonio histórico del enclave.
También algunas casas del pueblo tenían lucecitas, como si fuesen bastiones de resistencia al olvido. Los lugares inhóspitos los son porque no se habitan con todos los sentidos despiertos. Es como el anuncio de la lotería, que, tras arduos estudios de marketing y finanzas propios de la venta de un exitoso producto, reitera año tras año lo que une a las personas enmarcado en luces de Navidad. Es un nexo universal y sí, quizá sea un aprendizaje cultural, pero estoy segura de que llevando a lugar así a alguien cuya cultura y economía sea diametralmente opuesta, sentirá la misma fascinación y será una cuenta más en el collar de las cosas que mueven el mundo.
Sin embargo, en la maltratada zona del Mar Menor llega la Navidad con una iluminación mal diseñada y menos sentida comparada con esos lugares. Sencillamente porque aquí, en vez de recuperar la historia o superar el deterioro con inversiones públicas bien orientadas a un turismo cultural, prima la inversión en infraestructuras de lo más desangeladas. Por poner algunos ejemplos, en Los Urrutias tenemos un nuevo paseo marítimo al estilo autóctono: hormigón y más hormigón, superficies enormes sin sombra, alumbrado sin ninguna gracia y palmeras o cualquier arbolado superviviente, asfixiado en un parterre de tierra sin atisbo de fertilidad. Por no hablar de la ocurrencia sobre reconvertir Las Encañizadas a base de dragados y posteriores obras. También apreciamos la insistente amenaza de la urbanización cercanísima al Paraje Natural de la Playa de la Hita. Todas estas cosas son como darse con un martillo en las espinillas de forma recurrente. Da lo mismo que el Mar Menor grite, que lo haga la sociedad para defenderlo, que incluso desde Bruselas nos saquen los colores con la contaminación por nitratos o que se nos caiga el patrimonio como las ermitas del Monte Miral del siglo XVI ante la todopoderosa Portmán Golf. Proyectos anclados en el frío obsoletismo se recuperan mientras no se da una valoración de nuestra historia ni un puñetazo en la mesa que termine de una vez por todas con esa situación de ser tierra de nadie.
Me gusta la Navidad con luz, cultura y acogida, infancia y adultez. Me gustan sus luces como puertas de esperanza entre la bruma del buen frío. Quería haber ido a Montreux en estas fechas si la situación sanitaria fuese otra ("If you want peace of soul, come to Montreux", decía Freddie Mercury) y encontré luces sujetas a la historia en pueblos de esta España nuestra. Menos mal que aquí aún podemos encontrar la paz del alma ante los paisajes únicos de este Mar Menor cuya luz inunda tiempo y espacio, sin garantía de eternidad.
Celia Martínez Mora
Investigadora