MURCIA. Tras su puesta en escena ya sabíamos que Ernest Urtasun, ministro de Cultura, antes o después la podría liar y mira por dónde, no hace mucho, anunciaba sin cesar que en 2024 su Ministerio iba a garantizar los derechos culturales y, que yo sepa, España siempre nos ha sorprendido por su buen hacer en estos menesteres. Nuestra querida nación siempre ha mimado lo poco o mucho que hemos heredado. Realmente puede darnos la impresión por donde tañen las campanas: existe una prima hermana de la Cultura, el Arte, cuyo carcoma desea apoderarse de la mano de la Agenda 20230 de todo aquello que nos provoque simplemente "belleza" y donde al alma se ensancha de manera espectacular. En este cruce de caminos, una vez más nos encontramos en otro tramo de lo que denominamos "batallas culturales".
La piel que poseen nuestras tierras, repleta de cultura, arte y tradiciones, ya la poseía la idea de única entidad "hispana" que perviviría en la mitológica e imaginaria de los escasos núcleos donde la invasión árabe no consiguió penetrar. En la Batalla de Guadalete, año 711, nada quedaba del reino visigodo salvo pequeños reductos liberados por nobles norteños. Desde ese momento, nuestra piel española inicia su largo recorrido repleta de poder, fuerza y gloria que la han alimentado. Ya, San Isidoro de Sevilla elevaba a España a la categoría de Primera Nación de Occidente en su libro Historia Goturum: "De cuantas tierras se extienden desde Occidente hasta las Indias, tú eres la más hermosa, oh sagrada y feliz España, madre de príncipes y de pueblos".
"la batalla cultural suele entenderse como una lucha de poder por redefinir valores y creencias de nuestra sociedad"
La cultura y el arte español que nos salen por los cuantiosos poros no son posibles que un simple ministro de Cultura desee buscar los derechos que, por ella misma, desde su nacimiento ya los posee. Otra cosa es que la desee rematar y desee huela a piel reseca y mugrienta. Y es que la batalla cultural a la que nos enfrentamos, una más, suele entenderse como una lucha de poder por redefinir valores y creencias de nuestra sociedad, pero también puede verse como un gran debate, donde lo importante es esclarecer cuáles son las ofertas de felicidad y de significado más consistentes. Este enfoque resta protagonismo al pulso de fuerza, y se lo da a los deseos y necesidades de quienes se verán afectados por lo deshecho en el espacio público.
Cuando los debates públicos se conciben como batallas desde el Gobierno y proyectos de ley en las que se impone el propio relato, el foco acaba puesto en las estrategias, no en el fondo de los asuntos 'medio debatidos'. Y tampoco importa demasiado la suerte de quienes asisten desde fuera. A estos solo se les pide que tomen partido y que cierren filas, con lealtad inexpugnable, en torno a los de su bando. Pero no hay por qué convertir el debate intelectual en una batalla campal. Las disputas sobre valores y estilos de vida que nos muestra nuestra cultura, valores, artes y estilos de vida, pueden verse como una forma de dar respuesta a la sed de sentido de una sociedad que ahora, nuestro ministro, desea arrasar.
"no nos deben garantizar los derechos culturales sino más bien una buena libertad de expresión y dejarnos en paz"
La materia prima de la batalla cultural, guste o no, son las ideas, pero quienes las protagonizan son personas de carne y hueso con un bagaje existencial muy rico. Claro que las convicciones importan, pero también los deseos, los sueños, los valores, las emociones, la propia historia personal, etc. Ya nos los ha recordado más de algún que otro buen escritor de pluma fina cuando argumenta que "el amor a la verdad es inseparable del amor a las personas". Es ingenuo pensar que una visión intelectual es suficiente para lograr un cambio de vida duradero: la conversión del intelecto necesita siempre de la conversión de la voluntad. Y ello puede ser un proceso lento, que seguramente exigirá el acompañamiento de un amigo o de una comunidad. De ahí la necesidad de presentar alternativas positivas a la insatisfacción y el dolor que generan ciertos estilos de vida por donde nos desean llevar los nuevos ingenieros sociales de la cultura española.
Enrique García-Máiquez, poeta y columnista, y muchos otros nos han planteado con crudeza el fracaso de la postmodernidad y del proyecto de vida que ésta propone a los jóvenes de hoy. Desde el miedo de los diversos ministerios españoles que nos esparcen margaritas destempladas, se construye mucho peor. El miedo nos hace reactivos; nos lleva a olvidarnos de nuestra propuesta y nos centra en la agresión que viene de fuera. El miedo empuja a responder con una forma de ser impostada, poco natural; nos hace torpes de mente, nos quita flexibilidad para integrar ideas que no habría por qué contraponer.
La ilusión, en cambio, nos lanza hacia adelante; nos llena de vitalidad; nos hace creativos, audaces, imaginativos… La ilusión rejuvenece: mete frescura a los propios argumentos y alegra el tono; permite conciliar hondura e ingenio, firmeza y buen humor… Las grandes tomas de posturas ante leyes que nos recriminan de hecho deben hacer ver al todopoderoso que no tiene carta blanca para decir o hacer lo que desea. A la mayoría que asiente, le muestra que el asunto no está zanjado. Y a quienes dudan o no se atreven a apoyarle, puede despertarles el deseo de imitar su coraje. Pocos actos dan que pensar tanto como el ejercicio de la disidencia respetuosa, aunque los likes se los lleven otros.
Ya va siendo hora de que a la buena piel de nuestro país le echemos una buena crema de alimento compuesta de buena lectura, pensamiento y ganas de salir a la esfera pública sin miedos ante personajes plagados de mentiras que de tanto repetirlas es posible se conviertan en verdades absolutas. Una vez más, no nos deben garantizar los derechos culturales sino más bien una buena libertad de expresión y dejarnos en paz que no es poco.
Mariano Galián Tudela