como ayer / OPINIÓN

Las tres misas al Cristo de las Penas

6/07/2023 - 

MURCIA. Hace un par de semanas falleció en su casa murciana María del Carmen Pasqual del Riquelme Echeverría, que fue, hasta ese día, un recuerdo vivo de la antigua nobleza murciana, tan diluida en la sociedad actual, y personificación de las virtudes que tradicionalmente se han atribuido a tal condición.

No recayó sobre su persona un título nobiliario, pero sí en sus padres, su hermano José Luis y su sobrino Alfonso, el de condes de Montemar; en su sobrino Juan, el de conde de la Granja; en sus abuelos paternos, el de marqueses de Peñacerrada; y en los maternos, el de marqueses de Villalba de los Llanos; todo ello a título de ejemplo, y sin profundizar mucho más en las raíces familiares.

Como también, sin entrar en detalle sobre otros lazos de familia, como su condición de tía del actual presidente del Tribunal Superior de Justicia, Miguel Pasqual del Riquelme; o con la fallecida cantante Mari Trini, nieta de su tía Trinidad; o con Francisco Salzillo, ya que su abuela, Dolores Sandoval Braco, fallecida a la edad de 105 años, era tataranieta del escultor.

Viene al caso toda esta acumulación de datos genealógicos no sólo como homenaje a la memoria de la finada, sino para poner en situación, a quien estos ayeres leyera, de entender en qué ambiente se ha desarrollado su vida, con el añadido de que permaneció soltera y vivió con sus padres hasta que estos fallecieron.

Y ahora, cuando sus familiares han ido ordenando cosas y papeles, ha aparecido por escrito la expresión de una voluntad: que se dijeran, para la salvación de su alma, las tres misas al Cristo de las Penas.

Esa es la deriva que toman hoy nuestros ayeres, en seguimiento de la que fue una de las costumbres piadosas más arraigadas en la Murcia pretérita, y que sacamos a relucir al hilo del fallecimiento de una de las pocas personas que recordaban aún ese viejo ritual. 

"La imagen del Cristo de las Penas, que figuraró en la procesión de la Sangre en el siglo XVII, fue destruida"

Pocos años antes, en 1876, había escrito Martínez Tornel en La Paz de Murcia, refiriéndose a la añosa costumbre de las misas al Cristo de las Penas: "Cuando ya no quedan en los sacramentos méritos divinos que aplicar, ni alma del cristiano, redimido por la preciosa sangre de Jesús, ungido el cuerpo por el óleo sagrado, bendecido con el agua santa, vestido con el hábito de alguna religiosa virgen, y con la cruz o el rosario entre las yertas manos, todavía quedan para el creyente murciano las tres misas en el altar del Santo Cristo de las Penas, con las cuales, cree la fe que se abrevia felizmente el penoso tránsito de la vida a la muerte y que no pasa el alma por las penas del Purgatorio".

Contaba el ilustre periodista dos historias en su reseña sobre la devoción al Cristo de las Penas y las misas que se aplicaban por los difuntos ante su altar.

Una, la de dos jóvenes de la huerta murciana, que huían una gélida noche por los senderos en pleno ejercicio de aquella arraigada tradición que era ‘salirse con el novio’ o ‘llevarse a la novia’. La muchacha sentía molestias en el pecho, y se dio cuenta de que lo que le oprimía era el escapulario de la Virgen del Carmen, y hasta le pareció que la imagen le miraba con tristeza. Al saltar el ‘Partidor de las Ánimas’, el muchacho cayó y se mató, mientras que ella se desvaneció y murió de frío. Cuando la familia de la chica aplicó la misa por su eterno descanso en el altar del Cristo de las Penas, en el momento de la consagración una paloma, su alma, alzó el vuelo emergiendo de la imagen dolorida de Jesús.

La otra historia la vivió personalmente Tornel. Hubo un reparto de dinero, producto de una recaudación benéfica, entre los murcianos más afectados por las sangrientas guerras en las que andaba la España decimonónica, y en particular por la interminable de Cuba y las intermitentes provocadas por el carlismo. Entre quienes recibieron esa ayuda estaba un portero del Ayuntamiento, apellidado Ayala, que había perdido a su hijo en la isla caribeña, y que pese a ser persona pobre y con un sueldo escaso, empleó 10 pesetas, de las 60 que le entregaron, en aplicar 8 misas por el alma de su hijo en el altar privilegiado del Cristo de las Penas.

Y toca, a estas alturas, aclarar que un altar privilegiado es aquél que tiene otorgada una indulgencia plenaria cada vez que se celebre la misa en él. Esta indulgencia debe ser aplicada al alma individual por la cual se ofrece la Misa. Si lo es a perpetuidad, el privilegio se conserva si se cambia el material del altar, si el altar se traslada a otro lugar, si se le sustituye por otro altar en la misma iglesia, siempre que conserve el mismo título. Para ganar la indulgencia, la misa debe ser de difuntos, y el 2 de noviembre, Conmemoración de Todos los Difuntos, todos los altares tienen la condición de privilegiados.

Estudiosos de la aplicación de misas por los difuntos en el siglo XVIII, como Antonio Peñafiel Ramón (Testamento y buena muerte, un estudio de mentalidades en la Murcia del siglo XVIII) han determinado que el altar privilegiado del Cristo de las Penas era el preferido en las mandas testamentarias de la época, sin perjuicio de la existencia de otros en la ciudad.

En el 22,5 por ciento de los testamentos estudiados por Peñafiel, 90 del total, se dispone la celebración de misas en el altar del Cristo de las Penas, y en 83 de ellos se citan expresamente la famosas tres misas seguidas o simultáneas.

La imagen del Cristo de las Penas, que había llegado a figurar en la procesión de la Sangre en el siglo XVII, fue destruida, como su altar, en los primeros días de la Guerra Civil. Y la vieja devoción cayó en el olvido para la sociedad murciana. O para casi toda la sociedad, porque muchos años después de aquellos trágicos hechos, cuando ya no quedaba memoria de aquellas mandas testamentarias, el adiós de una dama de la vieja aristocracia murciana nos ha devuelto a los tiempos en que cuando llegaba ese momento, las oraciones de los fieles se concentraban en el Carmen.

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