MURCIA. Las mascarillas son la pesadilla de toda persona sorda cuya ventana de comunicación con el mundo es la lectura labial. Todos sabemos que la lengua de signos sigue sin implementarse más allá de la propaganda sociopolítica y la falsa empatía. También sabemos, y lo digo con conocimiento de causa, que las mascarillas transparentes reflejan la luz, tienden a empañarse y difícilmente permiten una comunicación asertiva leyendo los labios. Su infame transparencia sigue siendo una barrera para nosotros, las personas sordas, porque no se trata de la empatía de la sonrisa o de cierto apoyo expresivo para una hipoacusia, sino que se trata de oír con nuestros ojos, procedimiento sutil, complejo, agotador a veces, que necesita siempre de calidad visual y precisión entre la boca emisor y los ojos del receptor.
Para añadir emoción al tema, en mi caso la comunicación efectiva fluye en una sola dirección, es decir, que la persona oyente me entiende al expresarme oralmente de forma correcta ya que no soy muda. Esta puntualización viene a colación de que a día de hoy todavía circula la palabra sordomudo para designar a personas sordas en medio de una insultante ignorancia. Resumiendo, que tras expresarme de modo audible, el que yo reciba la respuesta mascarilla mediante es como querer pasear por Marte respirando el aire puro. Así que la cantinela que repito en esta situación no sé cuantísimas veces al día es: "No oigo", "leo los labios" y "¿podría escribirlo o bajarse la mascarilla con distancia?".
"Desconozco, aunque tengo mis sospechas, la verdadera causa por la que a las personas sordas a veces se nos equipara con las que tienen una diferente capacidad intelectual"
Es un hecho que hoy los ojos se han convertido en el único vehículo de expresión en una cara, pero el problema de nuestra situación comunicativa es que no se trata de mostrar sorpresa, atención, alegría o tristeza, sino que se trata de emitir y recibir frases completas. Con muchísima frecuencia he participado en épicos episodios en los que a mi acompañante le han llamado la atención públicamente por bajarse unos instantes la mascarilla para comunicarme algo puntual y necesario. La cosa no iría a más si, una vez explicada la causa, se comprende. Pero no, la persona erigida en adalid de la lucha contra el SARS-CoV-2 eleva la voz desde donde está para captar más público y autoafirmarse como bastión defensivo del cumplimiento de la normativa sin accesibilidad. Ante tamaña afrenta se desata la participación colectiva y, mientras unos y otras parlotean tras sus murallas enmascaradas yo no me entero de nada en absoluto. Son conversaciones que para mí se producen en el universo paralelo al que entran de repente las personas de la cola, los compañeros del o la adalid de haberlos por la zona y quien pasase por allí. Un universo que parezco amenazar apuntando con una metralleta con carga coronavírica. O peor aún, un submundo al que no accedo porque no me dejan. Solo puedo observarlo intuitivamente con una indignación que he aprendido a convertir en condescendencia.
Una solución común del conflicto pasa por perder información la persona sorda, enmascarar todas las caras y revestirse de un mal llevado pasotismo, porque responder sin saber lo que han estado hablando puede llevarme a una pasada de frenada. Otra solución es intervenir diciendo con claridad lo que una siente y padece, defendiendo el buen hacer de mi interlocutor y su conocimiento de mi discapacidad a la vez que de la normativa imperante, largándome finalmente del local soltando la perla de mi opinión más personalísima a la vez que intento modular con el pensamiento mi voz por encima de mi cabreo, por respeto a los tímpanos ajenos, que no los propios. Agotadoras ambas opciones. Hay una tercera liberadora de adrenalina, frustración y mala leche, siempre y cuando haya un saco de boxeo por las inmediaciones.
Es curioso, pero en ningún bar o restaurante me ha sucedido algo así, quizá porque son lugares donde la gente se quita las mascarillas para comer y beber el tiempo que necesiten. Imagino que este tipo de personas, los de empatía más conocimiento es igual a cero, le dirán a un ciego que corra sin apoyo ni tropezar, a una persona en silla de ruedas que se levante por encima del mostrador para verla y así, a una serie de imposibles que en la infinita estupidez o falta de educación, hay que aguantar. Viendo el panorama, acostumbro a llevar una libreta y boli en la mochila, pero es bastante complicado sacarlo y que te escriban lo que te dicen. Puede hacerse también con el móvil. Ambas cosas suponen una demora, gente esperando sin poder participar, escribir con propiedad, creerse que soy una persona sorda y sepa Dios qué otras premisas más.
Desconozco, aunque tengo mis sospechas, la verdadera causa por la que a las personas sordas a veces se nos equipara con las que tienen una diferente capacidad intelectual. La dificultad de una comunicación completa quizá nos haga parecer incapaces de entender al interlocutor y de ahí a presuponer la capacidad intelectual de la persona en cuestión. Nada se dice de la capacidad del interlocutor para hacerse entender porque, vivido lo vivido, el mundo podría descubrir una nueva capacidad diferente que padecen muchas personas.
Bien pensado, no es raro que sucedan estas cosas porque en España hasta noviembre de 2020, los discapacitados éramos definidos como disminuidos, por no hablar del artículo 49 de nuestra Constitución, que guarda fidelidad a esta aberrante denominación. Irreal. Ridículo. Me da la risa oiga, ¿disminuida yo? ¿Perdone?
Celia Martínez Mora
Investigadora