La revista Decanter, una de las más importantes sobre el universo del vino, nombró a los hermanos Kibayashi como las personas más influyentes en el mundo del vino de las últimas dos décadas. Pero ellos no eran viticultores ni enólogos, sino autores de un manga. Un tebeo que duplicó las ventas de vino en Japón. Ahora llega convertido en serie a Apple+ y merece más la pena que otras gastronómicas como 'The Bear', ya que 'Drops of God' busca divertir, no epatar a fans de Wilco
MURCIA . Trabajé unos años en el mundo del vino y fueron suficientes para ver que las poses de Cristiano Ronaldo después de fallar un gol te las podía poner perfectamente un sumiller si algo no era de su agrado. El mundo de la cata es fascinante. Aunque la gente se ría de las descripciones que se hacen de los vinos estas no son en absoluto un invento esotérico.
Es realmente bonito todo lo que rodea ese universo, ahora, está lleno de superestrellas. Lo cual no es tampoco de extrañar, porque en esta vida o en este país si te acercas a un grupo de gente que gusta de volar cometas los sábados por la tarde, es igual a uno la probabilidad de encontrar a uno de ellos que se comporte como un profesional de las cometas, vaya repeinado y mire con desdén y mueca de asco a los aficionados al cometismo que sean principiantes o advenedizos, aunque tengan ocho años. Es el mundo de los mundillos, es así y hay que querer a la gente con aficiones.
Como hemos dicho con frecuencia, en las series es habitual el abuso de determinados géneros. Narcotráfico, drogas, crímenes, policías, espías… todo lo que tiene que ver con el Código Penal y las Fuerzas de Seguridad del Estado genera horas y horas de ficción. Todo el mundo se las da de ácrata en esta vida pero luego las audiencias de asuntos relacionados con la ley y el orden son masivas. Por eso, una serie que vaya de catadores de vinos es una rara avis, algo sobre lo que merece la pena abalanzarse.
Hace poco tuvimos The Bear, de gran éxito de crítica y público, que personalmente me pareció un pastiche para hipsters. Pero lo importante es que abordaba el mundo de los fogones desde la épica de los superhéroes. En este caso, los que desprecian el Estatuto de los trabajadores porque son muy creativos, ya sabe usted que en este siglo lo importante es el arte, que te paguen en visibilidad y la propina, en criptomonedas.
Las gotas de Dios, de Apple TV+, coproducción Francia-Japón, hace exactamente lo mismo. Propone un mundo de sumillers que también se comportan como superhéroes. El olfato para la cata se presenta como un don genético, un superpoder, y también ponen cara de Cristiano Ronaldo, pero hay una diferencia. Esta serie es una adaptación de un manga de gran éxito, ya hubo una serie en Japón en 2009, y se pone en bandeja el pacto con el espectador para que asuma los excesos irreales como parte de la diversión. No vende motos, solo juerga.
Es un culebrón vibrante, divertido, con un guión trepidante, lleno de sorpresas y, por supuesto, muchas exageraciones, pero su finalidad es pasárselo bien, no epatar a fans Wilco. La paradoja es que consigue que te entren unas ganas terribles de beber vino. Te apetece un montón irte a una enoteca y dejar tiesa la tarjeta de crédito comprando con el meñique levantado.
El argumento parte de la muerte de uno de los mejores enólogos del mundo, autor de una guía de gran éxito, como el famoso Robert Parker. El personaje posee una bodega en Tokio de casi cien mil botellas y una mansión valorada en no sé cuántos millones de dólares. La hija, una millennial que busca su lugar en el mundo, que le gusta escribir, ha publicado un libro y vive con su madre, recibirá la noticia en París y tendrá que viajar a Japón para hacerse cargo de la herencia.
Allí descubrirá lo perverso que era su padre. Para heredar, en el testamento le plantea que compita con su mejor alumno, un sumiller japonés, en una serie de pruebas sobre conocimientos de vino y capacidad de cata. Una locura de competición, especialmente para ella, que hasta ese momento era abstemia.
Apple+ ha planteado la serie en ocho capítulos de casi una hora. A medida que avancen, nada será lo que parece. Ni en la vida de la protagonista ni en la de su rival japonés. Hay tintes de culebrón y melodrama, también intriga y se van citando lugares comunes sobre el vino que no por conocidos son menos oportunos. Especialmente, en lo relativo a las grandes bodegas y su prestigio, que a veces no corresponde a la relación calidad precio más equilibrada, el valor de las producciones underground y el mamoneo en torno a las puntuaciones de los vinos. Si el mundo de la crítica literaria es una verbena de intereses, imagine el de los vinos.
Como mortales que somos, lo mismo que siempre ha gustado ver en televisión el género “amor y lujo”, los ambientes ultraelitistas de Las gotas de Dios son pura diversión. Los protagonistas se mueven en Lamborghini por Italia buscando un vino perdido, descorchan botellas de quince mil euros y vuelan en avión privado. Como todo está puesto al servicio de la diversión, se disfruta sin prejuicios.
Quoc Dang Tran, el director y guionista, vietnamita-francés, ha logrado también unir Europa y Asia sin fricciones, presentando con naturalidad diálogos en francés, japonés e inglés, pero también tira de estereotipos a punta pala. Los japoneses son fríos y calculadores, obsesos del honor, y los franceses adúlteros bon vivants muy sofisticados.
No obstante, su mayor mérito sin duda no es enamorarnos de ningún personaje ni de ninguna trama o subtrama, sino encandilar con el mundo sensorial de la cata. Está tan bien descrito, de forma tan atractiva y con tanta pasión, que aunque obviamente se trate de una ficción exagerada, entran ganas locas de comprarse una caja de olores para aprender a catar y causar estragos en… el LIDL.
No es coña. El manga duplicó la venta de vino en Japón durante su primer año. La revista de vinos Decanter nombró a sus autores, Shin y Yuko Kibayashi como las personas más influyentes de las últimas dos décadas. Jean-Pierre Amoreau, propietario de Château le Puy, tuvo que retirar un vino del mercado porque se mencionaba en el manga, y controlar así la especulación. Aquí, con elogiar algo que se sale de la norma y es realmente entretenido, nos vamos a conformar.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame