MURCIA. Nos contaba Murcia Plaza hace unos días que la ermita murciana del Pilar sería restaurada por el Ayuntamiento y destinada a actividades culturales compatibles con su condición de templo.
Esto es así porque la pequeña iglesia pertenece al Concejo murciano desde que la recibió como legado del corregidor Francisco Miguel Pueyo, un aragonés que mandó erigirla a sus expensas, a finales del siglo XVII, como agradecimiento a la Virgen por haberle salvado milagrosamente de la agresión de unos desalmados cuando patrullaba una noche por la calle llamada antiguamente de Espaderos y de Caldereros.
"hubo un tiempo en que la Patrona de Aragón tuvo su peso en la feligresía murciana, al punto de tenerla muy presente con ocasión de la epidemia de cólera de 1885"
Unos antiguos versos ponen de relieve la devoción de Pueyo: "A la Virgen del Pilar, la que mi vida salvara de la muerte cierta y segura por su gracia soberana, dedico esta pobre ermita a mis expensas fundada. Respete Murcia este templo, que yo regué con mis lágrimas, y aprenda en mí a honrar a Dios y a su Madre Inmaculada; que en este templo hay dos puertas de dos distintas moradas: por la una se va al altar, a dar a Dios alabanza, y por la otra encuentra el pobre cariño, alimento y cama".
Apenas tiene más culto, la antañona ermita, que la misa sabatina, pero hubo un tiempo en que la Patrona de Aragón tuvo su peso en la feligresía murciana, al punto de tenerla muy presente con ocasión de la epidemia de cólera de 1885.
Nos cuenta La Paz de Murcia que en la noche del domingo 12 de julio salió de la ermita del Pilar "el rosario de rogativa para implorar de la misericordia divina que cese el azote que nos contrista". Formaban la procesión algunos centenares de mujeres "de todas las clases de la sociedad que quedan en Murcia" y de todas edades, y un buen número de hombres. La imagen de la Virgen, adornada por las monjas verónicas, iba conducida en un bien iluminado trono.
Para poner en situación a quien esto lea, debe reseñarse que desde el día 5 de junio, cuando se declaró la epidemia en la ciudad, hasta el 12 de julio, cuando salió en rogativa la Pilarica, se habían registrado en Murcia y su huerta 4.321 infecciones y 1.647 defunciones. Unas cifras verdaderamente escalofriantes en solo cinco semanas.
Pero la epidemia iba ya de retirada, como reconocía un bando del alcalde del momento, en el que se prevenía, al tiempo, sobre los excesos derivados de la confianza. Y confirmadas, unos meses después, las favorables impresiones sobre la paulatina disminución del número de afectados, a finales de octubre volvió la Virgen del Pilar a las calles de su barriada tras dos días dedicados a dar gracias por su intercesión, incluido solemne Te Deum compuesto por el maestro Julián Calvo, cuyo nombre lleva hoy la calle que discurre por el lateral de Levante de la ermita.
Claro que no siempre se plantean los actos devocionales con el rigor deseable, y menos cuando anda por medio una enfermedad tan difícil de controlar y tan mortífera como fue el cólera en el siglo XIX. Y así, justo 30 años antes, en 1855, con motivo de otra andanada colérica que, según los datos manejados, afectó a uno de cada 19 españoles.
En los días finales del mes de agosto, el periódico titulado El liberal murciano informaba de un suceso "que hubiera sido de importancia si el alcalde primero, don José Monassot, con la actividad y firmeza que le distinguen, no lo hubiese cortado en su origen".
Fue el asunto que, para hacer una función en la ermita del Pilar, "y a guisa de juguete o pasatiempo, una turba de chiquillos con santos de barro llevados en andas, alumbrándolos con velas de sebo y a la espalda bastantes mujeres y otros niños ya barbados, recorrían las calles céntricas de la ciudad rezando el rosario, cantando el Santo Dios y otras coplas que nada tienen de devotas; recogiendo en unas bandejas dinero para aquel objeto".
Consideraba el redactor que nada de particular tendría, ni a nadie hubiese llamado la atención que los niños jugasen a hacer procesiones en el trozo de su calle o plazuela "pero una procesión profana, que se sale de aquel límite inocente e infantil, una procesión con pretensiones de cosa más formal, en que además de ir con ella haciendo una cuestación al vecindario, se van entonando canciones que incitan a establecer odios y querellas entre los presentes y ausentes de la población, dándosele carácter de un acto religioso, ha debido, y lo ha hecho muy bien el señor alcalde en prohibirla".
Decía, a título de ejemplo, una de las coplas que se entremezclaban con las oraciones: "Todos los ricos se han ido, y los pobres se han quedado; Madre Nuestra del Carmelo, dadnos protección y amparo". Y añadía la crónica: "Otras más subversivas y de índole más aviesa se iban cantando que nos abstenemos, encerrados como estamos en los límites de la más estricta reserva, de hacer los comentarios que se merecen, соmo a otros actos que a estos se han seguido".
La cuestión, a la vista está, radicaba en la invocación del derecho que asistía a todo particular "que al aproximarse la epidemia ha salido con su familia fuera de la ciudad", amén de la súplica a la autoridad de que "ni en son divino ni humano permita que se promuevan odios y malquerencias entre hijos de un mismo pueblo, harto divididos ya, por desgracia con nuestras disensiones y partidos políticos; señalando y entregando a la odiosidad pública, para su enseñanza a aquellos que bajo este u otro antifaz pretendan medrar con ellas".
Nadie diría que han pasado 165 años.