CARTAGENA. Todos recordamos los pasados tiempos en los que bastaba que le abriesen diligencias judiciales a un político por algún delito contra la Administración Pública para que, de inmediato, sus opositores se apresurasen a pedir que dimitiese, aun salvaguardando, o eso decían, su presunción de inocencia. Una cosa era la responsabilidad penal, a dirimir por los jueces, y otra la responsabilidad política, que solo se satisfaría con la voluntaria dimisión o, en su defecto, por la destitución promovida por su superior jerárquico. Eran tiempos de esperanza, en los que parecía que el furor contra cualquier indicio de corrupción nos ayudaría a lograr un sistema político más limpio y menos costoso. Con frecuencia nos recordaban el tradicional lema, "la mujer del César, además de ser honesta, debe parecerlo", bajo cuyo amparo César repudió a Pompeya por haber asistido a una fiesta en la que, siendo solo para mujeres, se coló un hombre de incógnito. En esa etapa algunos socialistas, como Demetrio Madrid, y algunos (bastantes más) peperos, como Francisco Camps, se vieron obligados a dimitir en pro de la salud pública. Así, todos contentos.
"Los tribunales los absolvieron, pero nadie los rehabilitó políticamente"
En una segunda etapa llegó el desconcierto. Resultó que bastantes de aquellos imputados eran inocentes, pero sus posiciones políticas, y sus famas, habían quedado arruinadas en el trayecto. Los tribunales los absolvieron, pero nadie los rehabilitó políticamente: sus puestos habían sido ocupados por otros y, además, una indefinible aura de sospecha los rodeaba ya para siempre. Fue entonces cuando constatamos que los mismos medios de comunicación que habían difundido extensa y enfáticamente sus posibles delitos apenas mencionaban su certificada inocencia. A la exageración acusatoria se sumaba el mutismo rehabilitador.
En una tercera etapa sobrevino la frustración, e incluso la indignación. Empezaron a proliferar casos de políticos investigados para los que los antaño vociferantes no pedían dimisión alguna. Es más, los apoyaban arguyendo ya fuese que el juez estaba prevaricando o que los había denunciado un indeseable, quizás, todavía peor, un fondo inmobiliario. Algunos de esos políticos llegaron a ser condenados, pero seguían en sus puestos o se les buscaba refugio en algún empleo de libre designación. Entonces comprendimos que todo el griterío anterior no perseguía depurar la administración del erario, sino que eran meras maniobras políticas para deteriorar al adversario. Que se aplicaba la ley del embudo: dimitan los tuyos y queden inmunes los míos. Y que esa instrumentación política de la justicia se ensañaba más con aquellos rivales que parecían políticamente invencibles. Resultó que repudiar a las Pompeyas de turno no era más que un ruin ardid para prosperar políticamente. Un genuino desastre moral.
Nadie crea que es cosa del pasado. Se ha sentido impulsado el Aparecido a escribir este Pasico al comparar las contrastantes teorías sobre el binomio responsabilidad política-responsabilidad penal de los socialistas andaluces y los madrileños. Conscientes los primeros de los numerosos casos de posible corrupción de sus afines pendientes de resolución judicial en Andalucía, han elaborado un sesudo documento que, en esencia, viene a concluir que no deben constituirse comisiones parlamentarias de investigación en los casos que ya estén judicializados: si el asunto ya está en manos de los jueces, ¿para qué analizarlo en el Parlamento? Opinan sus homólogos madrileños, ilusionados con menoscabar a Almeida y Ayuso, justo lo contrario: aunque los casos referentes a esas dos personas ya están judicializados, urge constituir sendas comisiones de investigación en el Ayuntamiento y la Asamblea, pues una cosa es la responsabilidad penal (por ahora inexistente en ambos casos) y otra la política (deberían dimitir, claro). ¿En qué quedamos? En lo que más nos convenga en cada sitio: Colau, investigada, no debe dimitir porque es víctima de un injusto acoso judicial; Almeida, no imputado, debe dimitir porque la responsabilidad política así lo exige; los cargos andaluces imputados no deben ser políticamente investigados porque ya lo están judicialmente. Tremendo.
Lejos de ceñirse a lamentos plañideros, el Aparecido articulará una propuesta de cómo conjugar las responsabilidades políticas con las penales que tiene dos ventajas: es de aplicación universal, valiendo tanto para tirios como para troyanos, y es de una extrema sencillez, sin que se requiera apenas nada para materializarla. Hela aquí: las responsabilidades penales les establecen los jueces, y nadie más que los jueces; las responsabilidades políticas las establecen los votantes, y nadie más que los votantes. Eso querría decir que nadie, aunque sea del otro campo, tendría que dimitir antes de que hubiese una sentencia contra él (o al menos antes de que le abriesen juicio), pero también implicaría que los votantes tendrían la última palabra en lo referente al futuro político del encausado.
Comprende el Aparecido que puede parecer que ese enfoque favorece la impunidad; pero no es así. En realidad, se basa en tres premisas: primero, tomarse en serio la presunción de inocencia, que no es un menor tecnicismo jurídico, sino la garantía de que ninguna jauría política o mediática linchará, política y cívicamente, a nadie; segunda, se trata de prevenir la contaminación política de la justicia, reforzando así la deseable separación de poderes democráticos; tercera; pone a todos en un plano de igualdad, pues sería aplicable a políticos de todos los colores. Incluso tiene resonancias bíblicas: ya saben aquello de que tire la primera piedra el libre de pecado y aquello de con la vara que midas serás medido. No; Pompeya no debió ser repudiada sin prueba cierta de su culpabilidad: Y, además, César era el menos indicado para repudiar a nadie por tratos sexuales: no en vano decían de él que era el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos. Hipocresía, ayer como hoy; apliquen la fórmula liberal antes dicha y, al menos, no incurrirán en hipocresía y ventajismo.
Y, por cierto, doten ya de Registro propio en nuestra Región al Consejo de la Trasparencia. Como todos imaginan, la verdadera trasparencia empieza en el registro. Que no tenga que repetirlo.
JR Medina Precioso