MURCIA. El padre de Lydia Koch era un tipo oscuro que se dedicaba a vender biblias, un delincuente de medio pelo sin escrúpulos. Una de sus víctimas fue su propia hija, con la cual puso en práctica sus fantasías sexuales cuando ella aún era una niña. Siendo ya adolescente, la muchacha cogió un autobús que la sacara del domicilio familiar de Rochester. El viaje terminó poco después, en Nueva York. Lydia visitó las salas de conciertos sobre las cuales había leído en algunas revistas musicales –CBGB, Max’s Kansas City, Mother’s- y pudo ver al fin a bandas que en la intimidad de su habitación le resultaban fascinantes. Suicide era uno de esos nombres. Según ella misma cuenta, experimentar la confrontación que escenificaba el dúo, los alaridos guturales, orgásmicos y violentos de Alan Vega, la nube de ritmos repetitivos y acordes oxidados que emitían los sintetizadores baratos de Martin Rev fue algo aterrador. Y también inspirador, porque Suicide le dieron la pauta para crear su propia música y convertirla en un arma. La guerra había comenzado.
El poder marca nuestra existencia. Quien tiene el poder lo tiene todo. El poder político, sexual, intelectual. Arrebatarle ese poder a quienes lo usan en nuestra contra es la principal línea de conducta artística de Lydia Lunch. Ella misma lo explica en el documental Lydia Lunch: The War Is Never Over. Al poco de instalarse en Nueva York, un individuo la descubrió esperando un autobús y le propuso llevarla hasta su casa. Al principio no aceptó la oferta, pero el extraño insistió hasta convencerla para que subiera a su coche. Poco después, el tipo la apuntaba con un arma y le pedía que lamiese la llanta de una de las ruedas de su automóvil. “Entonces me di cuenta: todo gira en torno al poder”, explica Lunch en el documental que desde hace unos días está disponible en Filmin. Durante casi hora y media, la directora Beth B nos sumerge en el laberinto mental y emocional que articula la casi inabarcable trayectoria de Lunch. El abuso de poder estaba ya presente en la primera colaboración que la directora –que entonces trabajaba con su pareja, Scott B- y la artista hicieron juntas, el corto Black Box, rodado en 1978. En el corto, Lunch ejercía como torturadora de un joven sometido al encierro en la caja negra que da título a la película.
El primer grupo musical de Lydia Lunch fue bautizado como Teenage Jesus & The Jerks. Sus canciones breves, minimalistas, sincopadas, marciales, abrasivas, estaban coronadas por la voz suplicante de Lunch, que cantaba sobre dolor, claustrofobia, violencia. No era música para disfrutar, era música para hacer que el oyente o el espectador se sintiera incómodo. Lydia tenía entonces 17 años. Su mote artístico se lo habían puesto en el CBGB porque se dedicaba a robar comida del restaurante en el que trabajaba para dársela a sus músicos favoritos. Pertenecía entonces a una corriente musical que es exclusivamente neoyorquina. Virulencia conceptual y anarquía sonora que hicieron de la no wave una burbuja a la que ni entonces ni ahora resultaba fácil acceder. Sus creadores fueron el grupo Mars- la otra banda que iluminó a Lunch a la hora de plantear su propia música- y entre sus herederos están Sonic Youth, máximos difusores de este legado. El caos eléctrico de la no wave se convirtió en el vehículo perfecto para canalizar la rabia de Lunch. Su música, todo lo que hacía ya entonces provenía del trauma y era manifestado de manera traumática. Pero eso no fue más que el comienzo. En el relato audiovisual de Beth B se refleja claramente uno de los principios fundamentales de Lunch: una vez hayas plasmado una idea, cierra un capítulo y dedícate a cultivar la siguiente.
La música fue el medio que Lunch usó para construir su reputación artística, pero nunca fue el único. Desde el primer momento, la imagen fue fundamental. Las fotografías de Julia Gorton en la época de Teenage Jesus la mostraban subvirtiendo los tópicos sobre la sexualidad femenina. A través de esas fotografías y de sus atuendos, la meretriz se convierte en la jefa, una política que Lunch compartía con otra mujer revolucionaria de aquella escena, la mánager y diseñadora de ropa Anya Phillips. Las películas de Richard Kern –The Right Side Of My Brain, Fingered- la ayudaron a explorar sus fantasmas sexuales y también a representarlos de la manera más gráfica posible. Es cierto que Lunch operaba –siempre lo ha hecho- desde el underground, pero ninguna otra mujer ha usado sus propias fantasías, pesadillas y deseos como ella. En la época en la que Madonna se proclamaba con orgullo e ironía un boy toy (juguete para los chicos), ella sacaba álbumes con recitados –Conspiracy Of Women, conspiración de mujeres, de 1989, es uno de los más celebrados- en los que denunciaba la violencia que el hombre ejerce sobre la mujer y sobre el mundo en general a través del poder político, militar, religioso y económico. Una de las muchas jóvenes que encontró en Lunch una voz reveladora fue Donita Sparks, del grupo femenino L7, que en el documental reconoce que una de las cosas que le sorprendió de ella es que se hacía con aquello que deseaba, igual que tradicionalmente han hecho los hombres.
Radical e insobornable, Lunch reivindica en la película de B. a las diosas guerreras y se escandaliza al hacerlo. La vehemencia camina con ella y forma parte de su forma de expresión tanto en el escenario como fuera de él- de que hayamos pasado “de Medusa a Madonna, de Kali a Courtney Love, de Durga a Uma Thurman; éramos guerreras, hemos de volver a las diosas”. Antes de Lunch, el concepto de mujer cabreada no existía de una manera tan superlativa en el arte. A ella se sumaron voces como las de Kathy Acker, Diamanda Galàs o Karen Finlay, todas ellas figuras que iniciaron su andadura en los ochenta y abrieron caminos que otras han seguido transitando. Lunch ha colaborado también con un buen número de hombres: Nick Cave, Jim Thirlwell, Rowland S Howard, Alan Vega o Marc Hurtado. En la actualidad sigue dando conciertos con este último donde ambos reinterpretan temas de Alan Vega y Suicide (en otoño de 2021 dieron en València uno de esos recitales). También sigue dando conciertos con Retrovirus, el grupo que le permite recuperar piezas de sus diferentes y múltiples etapas musicales. La guerra continúa, porque cuando alguien ha tenido que aprender a defenderse del abuso, el impulso de pelear, la furia que te empuja a hacerlo, parece no extinguirse nunca.