MURCIA. Hace poco compartí con una amiga, a la que últimamente vemos poco o nada, profesora de piano, especialmente enamorada de Beethoven, un archivo que contenía una de las series que el compositor francés Erik Satie quiso denominar Gnossiennes. Me pareció conveniente en aquel momento como señal de complicidad y de reconocimiento hacia ella, pues disfrutaba oyéndola cuando me llegó un mensaje suyo en el que hablaba de música. Y le envié a Satie. Sin embargo me lo despreció educadamente, no acerté. Y no supe bien por qué. Tampoco pregunté, pues habría cuestionado a alguien situado en un nivel superior en la materia, y mi obligación era pensar que mi propuesta había sido sencillamente desacertada, aunque me gustara Satie. Y callé, humillado. No me importó pues ella es estupenda, tiene simpatía y confianza de sobra para reírse de mí y de su sombra, algo que acostumbra a hacer con frecuencia.
Buscando una explicación a su desaprobatoria respuesta creí intuir la causa. El compositor (1866-1925) había empezado el conservatorio con cuarenta años y sus maestros decían que no tenía ningún talento en sus inicios. Quizá de ahí venga su simpleza, sus escasos alardes técnicos censurados por mi amiga profesora, y que a mí por eso, mucho más escaso de talento que él, me parezca maravillosa sin embargo cada nota. Aunque reconozco es Beethoven compositor inigualable. Mucho más complejo y enérgico. Como lo es mi querida amiga, con delicados dedos de pianista, amante de los caballos a la vez que dueña de un impresionante Rottweiler. En esos contrastes calibro su calidad como persona.
"Me pregunto por qué vivimos atrapados en un pensamiento cutre siendo capaces de tantas cosas"
Pues vienen acompañándome en esta tarde de junio tranquila el piano de Satie, a la vez que mi última lectura, los tomos que Ortega y Gasset reunió bajo el título sugerente de El Espectador, en un ejemplar de la extinta y épica Biblioteca Nueva de la calle Almagro de Madrid, que mi suegro debió comprar allá por 1950, cuando el filósofo, gran amigo del librero, aún vivía, lo cual tiene aún mayor valor, pues releo aquellas páginas que mi querido suegro, murciano militante pero madrileño de nacimiento, debió hojear con poco más de veinte años, antes de empezar Derecho, en su mundo contemporáneo en el que los amigos de Ortega, Unamuno, Baroja, Azorín, los hermanos Machado y Juan Ramón Jiménez, frecuentaban Biblioteca Nueva y eran avalados por la intrépida editorial, la primera en imprimir a Freud en España. Un sello original estampillado en tinta azul demuestra que la compra fue presencial, como se dice ahora. Y me encanta imaginarlo.
Sobre todo porque, durante este año, desde que empezó la pandemia, he abandonado a mis autores de ahora por un tiempo, y he vuelto a mis clásicos, a los que leía con su edad, justo a todos ellos, uno detrás de otro, sin premeditación, sin ninguna explicación. He visitado, con mi Isabel, el Palacio de Linares, el Museo Lázaro Galdiano, el del Romanticismo, fantástico, y aún me duran los recuerdos del mejor de todos ellos, el Museo de Sorolla, que reivindica en Madrid nuestro aire mediterráneo, todos de la época.
Y, por avatares del destino, impresionado por la destreza de Ortega, descubro que, tras leer sus especulaciones sobre el agnóstico y el gnosticismo, sale en mi playlist, Erik Satie, con ese preciso título, Gnossienne, poniendo fin a mi paso por ese entorno melancólico que voluntariamente he elegido, sin saberlo. Que suceda esto, esta suerte de coincidencias, debe de ser, en palabras de Ortega, una especie de "fenómeno cósmico". Muy distinto fenómeno, por cierto, a aquel que nos anunciaba hace años una joven política de discreto perfil y dudosos méritos, ya amortizada, de corte muy parecido a lo que se estila ahora en nuestro Consejo de Ministros, y que nos vaticinaba el encuentro de un presidente español innombrable con el presidente americano Obama, en alguna extraña tercera fase galáctica o constelación planetaria de estrellas que aún no se ha producido. Una adelantada a su época. Políticos progres dedicados a la inmersión lingüística, a impostadas moralinas y a reírse de nosotros. Menos mal que no han leído a Ortega, de lo contrario estos ignorantes del momento retirarían el nombre del filósofo a una de las calles de más postín de nuestra fantástica capital.
Y es que vivimos una etapa de la historia española lamentable, lo digo sin ira, probablemente encerrado en la melancolía a la que me trasladan Satie y mis autores del 98, pero admitiendo que entre los sentimientos que me permiten apreciar la fortuna de vivir no reconozco como virtud que hayamos tenido suerte compartiendo juntos esta fase de decadente vulgaridad en la que estamos inmersos. Una época en la que, lejos de avanzar, la sociedad se anestesia en contextos degradados que en el hombre, ser vivo preferido de la Creación, deberían estar prohibidos. Y me pregunto qué hacemos, cómo sucede esto. Cómo hemos conseguido ser seres tan reducidos culturalmente cuando podemos disfrutar del pensamiento propio y del de otros, cuando podemos emocionarnos con Satie o con Beethoven, con nuestras convicciones religiosas o con nuestras creencias de otro tipo, de contemplar un cuadro en un museo y mejorar tanto como personas, como lo hacen la ciencia y la técnica por contraste, fruto y obra de nosotros mismos. Por qué vemos esto y otro en televisión, el espectáculo degradado del hombre que arruina su condición. Me atrevo a decir que cualquier hombre del pasado fue mejor. Me pregunto por qué vivimos atrapados en un pensamiento cutre siendo capaces de tantas cosas.
Leyendo a Ortega he encontrado estos días perlas cultivadas que podrían escandalizar a más de uno. Mi suegro me decía, cuando era novio y la vida me parecía perfecta, que su voto no podía ser el mismo que el de un hombre inculto, pues era como comparar la capacidad de un adulto con la de un niño y por consiguiente desprovisto de una opinión fundada. Claro, yo me quedaba a cuadros pensando que su pasado lo había forjado en el Frente de Juventudes y que posiblemente el fascismo más rancio se habría apoderado de su cerebro. Ya alguno habrá dicho al leerme "fachas, los veo venir, estos son fachas". Pero me llamaba la atención, pues no lo era. No presumía de abolengos que no tenía. Él era sensible, nostálgico e inconformista y, como diría Ortega, riéndose del tópico: "Yo, ante todo, soy demócrata". Falleció nonagenario, y después de ver tantas cosas, creo que era sabio, mucho más culto y demócrata que yo, que solo me fío de la Noocracia como fórmula de gobierno hasta para mi Comunidad de Propietarios. No, no era fascista, aunque le apasionaran los principios joseantonianos.
He querido entender de Ortega, hablando precisamente del fascismo como fórmula ilegítima de detentar el poder, susceptible de seguimiento popular creciente, como sabemos, que su aceptación social en determinadas épocas trae causa del paroxismo, de la degeneración de los gobernantes del momento, amparados desde la atalaya de la democracia, que cala en decepción de las gentes, hartas de ellos y, como fórmula reactiva, surge una corriente basada simplemente en su rechazo.
"vivimos una época sin referentes éticos, ni espirituales; soportamos que gobernantes de medio pelo impongan su criterio al resto, aborregando a una sociedad"
Creo que ahora lo podemos comprender todo. Puedo entender mejor a mi suegro. Por ejemplo, ya soy capaz por fin de comprender mejor los cordones sanitarios, las pedradas a los otros, aunque estos otros no sean más que la amalgama inconsistente de tantos disidentes, a veces tan ignorantes como quienes les mandan y ningunean, pero posiblemente más dignos de lo que aparentan. Ya entiendo bien los indultos, tan conciliadores. Puedo entender que, para seguir en la atalaya y se nos llene la boca de democracia, aceptemos todos, de la mano, que es lo mismo quién te dé el voto que permite mantenerte ingrávido y preso de quienes secuestran la emoción de sentirse unidos en un país como el nuestro. Puedo entender que hoy digas una cosa y mañana la contraria, que dar la mano ya no es nada. La mano, qué aberración ahora, cuando antes lo era todo, cuando un hombre del campo era capaz de cortársela antes de incumplir un trato, la venta de una finca, de la cosecha o el honor de una muchacha.
Y es que vivimos una época sin referentes éticos, ni espirituales; soportamos que gobernantes de medio pelo impongan su criterio al resto, aborregando a una sociedad que se conduce dopada sin caer en la cuenta de que no tendremos otra vida como esta para disfrutarla, que no podemos pasar de puntillas sin hacer nada, como ganado de matadero para nacer, engordar y morir, sin poner ningún empeño para evitarlo. Me pregunto cómo habrán conseguido algo así que, incluso las personas que queremos, asuman obedientes la vida que otros, más ignorantes que ellos, les han preparado para doblegarles y consentir. Y es que siguiendo el pensamiento burkiano, qué fácil lo tienen: "Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada".
Me despido aquí. Creo que por hoy he oído demasiado a Satie y hay que saber elegir muy bien para no saturar con él, pues finalmente mi amiga, la pianista, va a tener razón: ni Satie es tan bueno ni la melancolía me debe atrapar. Pero, en cuanto termines de leerme, querido amigo, hazme un favor: cierra los ojos y pregúntate si Ortega tiene razón, si has hecho los deberes, si has querido disfrutar de verdad esta vida o si permites que la degeneración morbosa de la política rebaje toda tu existencia a lo vulgar, a lo plebeyo: "El plebeyismo, triunfante en todo el mundo, tiraniza en España. Y como toda tiranía es insufrible, conviene que vayamos preparando la revolución contra el plebeyismo, el más insufrible de los tiranos". (Ortega y Gasset, 1917). No se trata de reivindicar quítate para ponerme yo, sino pedir a nuestros políticos, precisamente a quienes deben sustituir a estos tributarios de ressentiment nietzschiano, que sean capaces de devolvernos la dignidad que merecemos. Y cuidado con aquellos que hacen de su incultura una bandera, con frecuencia cerca de nosotros, venidos arriba a lo mejor por su éxito económico, pues "cuando un hombre se siente a sí mismo inferior por carecer de ciertas calidades —inteligencia o valor o elegancia— procura indirectamente afirmarse ante su propia vista negando la excelencia de esas cualidades".
Ahora, Pedro S., táchame como quieras, escarba para entender qué significa realmente plebeyo, pero no pienses en cambiar de nombre la calle, se llama Ortega y Gasset, está bien puesto y a ti no te debe importar, pues tú, afortunadamente, no sabes bien quién era.