MURCIA. ‘Fiesta de la democracia’ suelen llamar políticos y medios de comunicación a las jornadas electorales, habida cuenta de que es la oportunidad que se nos brinda periódicamente a los ciudadanos de señalar con nuestro voto al partido político de nuestras preferencias, con el propósito de que gobierne y oriente los destinos de la sociedad de acuerdo con un programa del que luego unas cosas se cumplirán y otras no, según acomode a quienes deben traducir en realidades las promesas.
En nuestros días, cuando se hace historia de las convocatorias electorales solemos remontarnos a las celebradas al amparo de la vigente Constitución de 1978, pero se puede hablar de elecciones, aunque bien diferentes a las actuales, desde el año 1810, cuando fueron constituidas las Cortes de Cádiz en plena invasión napoleónica.
La guerra impidió que se celebrara la elección en muchos distritos, y un elevado número de diputados fue elegido por ciudadanos de las correspondientes provincias que residían en la ciudad gaditana, donde se había refugiado, empujado por el avance de los franceses, el Consejo de Regencia, sucesor de la Junta Suprema Central, que había presidido inicialmente el murciano conde de Floridablanca.
La singular y muy condicionada elección debía celebrarse por sufragio universal, pero sólo tenían derecho al voto los varones mayores de 25 años, independientemente de su condición social y de su nivel de riqueza; indirecto en tres grados: parroquia, partido judicial y provincia; y con representantes tanto de la España peninsular como de la América española. Para la elección de los diputados se utilizó el sistema de voto mayoritario en 32 circunscripciones con más de un diputado y dos con uno solo. Los virreinatos americanos elegían 29 diputados.
En estos primeros tiempos del parlamentarismo no existían partidos políticos, pero la mayoría de los diputados convocados en Cádiz se encuadraban en tres corrientes: absolutistas, que deseaban mantener el principio de que la soberanía radicaba exclusivamente en el Rey, y las Cortes habrían de limitarse a recopilar y sistematizar las leyes; moderados o jovellanistas, que abogaban por una soberanía compartida entre el Rey y las Cortes y aceptaban la división de poderes; y los liberales, que entendían que la soberanía debía recaer exclusivamente en la nación, representada en las Cortes, y lograron imponer sus tesis aunque con concesiones a los otros grupos.
En la llamada entonces Isla de León, el día 24 de septiembre de 1810, se reunieron 102 diputados, 56 propietarios procedentes de las provincias libres de franceses y 46 suplentes, elegidos por y entre naturales de las provincias ocupadas presentes. Cuando se procedió a la votación de presidente y secretario de la Mesa, solo votaron 95.
Entre los congregados se encontraban los representantes del Reino de Murcia, y a la cabeza uno de los más notables personajes entre aquellos diputados, designado por la Junta Superior de Observación y Defensa de Murcia: Francisco de Borja Álvarez de Toledo y Gonzaga, XVI duque de Medina Sidonia, XIV marqués de Cazaza, XII marqués de Villafranca del Bierzo, XII duque de Bivona, XII marqués de los Vélez y Grande de España, y VII marqués de Villanueva de Valdueza.
Con la invasión napoleónica, Francisco Álvarez de Toledo se retiró de la Corte madrileña a su castillo-palacio de Vélez Blanco. Fue comandante general y gobernador del reino de Murcia entre 1809 y 1814, y tras la llegada de Fernando VII al trono, teniente general de los Reales Ejércitos (1816) y capitán general de Murcia (1817).
Por las ciudades con voto en Cortes, fue elegido Leonardo Hidalgo, prebendado de la Catedral, sin perjuicio de haber obtenido el título de abogado de los Reales Consejos. Fue elegido diputado en el Ayuntamiento de Murcia por los 21 electores previstos al efecto, pero solicitó permiso a las Cortes para restablecer su maltrecha salud y apenas tuvo presencia en el foro parlamentario. Falleció, como tantos murcianos, por la epidemia de fiebre amarilla que se cobró otras víctimas ilustres, como el escultor Roque López.
El resto de los representantes del Reino de Murcia fueron elegidos por el procedimiento establecido para las provincias libres de los franceses. De entre ellos, cabe mencionar a Vicente Cano Manuel y Ramírez de Arellano, natural de Chinchilla, que estaba al frente de la Audiencia de Valencia cuando fueron convocadas las Cortes de Cádiz. Llegó a ser presidente de la Cámara durante un mes, entre abril y mayo de 1811. Llegó a ocupar los Ministerios de Gracia y Justicia y de Gobernación, y en 1834 fue nombrado presidente del Tribunal Supremo, cargo que ejerció durante cuatro años.
También es reseñable la figura del militar Pedro González Llamas, ricoteño, nombrado mariscal de campo, tras sucesivos ascensos, por los méritos acumulados en las sucesivas guerras con Portugal, Inglaterra y la del Rosellón, contra Francia. Al estallar la Guerra de la Independencia, se encontraba en Murcia, en situación de cuartel, siendo nombrado vocal de la Junta Suprema del Reino, presidida por el conde de Floridablanca, además de comandante general de las tropas provinciales.
Organizó en una división de once batallones, con unos 5.300 hombres, con la que contribuyó a atajar el avance del francés Moncey sobre Valencia, y en el contraataque español que siguió a la victoria de Bailén, fueron las tropas a su mando las primeras en entrar en Madrid en el mes de agosto de 1808.
Citaré, finalmente, al entonces presbítero del oratorio de San Felipe Neri (hoy ermita de San José, aneja a la parroquia de Santa Eulalia) Simón López, que años después alcanzaría las dignidades de obispo de Orihuela (1816) y arzobispo de Valencia (1824), y al que se dedicó en Murcia la antigua calle de Bodegones.
Aquellas elecciones, condicionadas doblemente por lo restrictivo del censo y por el estado de guerra, se desarrollaron en unas circunstancias singulares. En nuestros días, la belicosidad se expresa en el terreno de los mítines y debates, dando paso a otro tipo de singularidades.