EL INTERIOR DE LAS COSAS / OPINIÓN

La felicidad transitoria

21/12/2022 - 

En estas fechas nos enfrentamos a grandes contradicciones, a emociones incontrolables, efervescentes, espontáneas y, casi siempre, malditas, por aquello de los juegos de la memoria que nos deparan los recuerdos alborotados. Comenzamos la semana navideña por excelencia. Estos días frenéticos que transitamos entre la ilusión, los deseos, y la realidad. Venimos de una sociedad y una educación basada en la falsa estampa de la felicidad, de tiempos de penumbra que confundían las luces de la vida con la iluminación colorista y ornamental de calles y comercios.

Venimos de aquellas navidades que cada año nos sentaban frente a un televisor viendo La gran familia, dirigida por Fernando Palacios, y estrenada en 1962. Tiempos en blanco y negro que marcaron nuestra infancia, y nos metieron el miedo a perder un hermano o una hermana pequeña en la Plaza Mayor de Madrid, como sucedió con Chencho, el niño de La Gran Familia numerosa y hecha a sí misma. 

Eran tiempos de difundir hasta la saciedad, aquellos modelos de familias ejemplares, aquel tiempo navideño de recogimiento, misas y otras historias conmovedoras. Y allá que íbamos con un padre, cada año, a la Plaza Mayor a comprar una nueva figurita de barro, una nueva casa o escena pastoril para el belén que se construía en todos los hogares, -con el miedo de no perder a ningún hermano pequeño-. Y cada día, íbamos adelantando las tres figuras de los reyes magos, con sus camellos, hacia el portal de belén, hasta su destino de la noche del cinco de enero. Siempre se hacían trampas y los reyes amanecían junto al portal cuando no tocaba, solo para acelerar su llegada y, con ellos, los juguetes solicitados.

Aquella fábrica de ilusiones sobrecogía, profundamente, en tiempos en los que no se tenía casi nada, en tiempos en los que nos vendieron que los sueños se cumplían. Galerías Preciados y el Corte Inglés ponían el resto  de esa telaraña anímica donde quedaba atrapada la sociedad, a pesar de la tristeza y escasez que arrastraba a su paso. Venimos de aquellos tiempos de esperanza y de un imaginario colectivo de felicidad transitoria.

La única verdad que sobrevivía en los tiempos navideños de los sesenta y setenta del pasado siglo, era la entrega y cariño de padres y madres que quisieron cambiar la realidad, para que su descendencia no sufriera la escasez y el dolor que ellas y ellos sintieron en las navidades de su infancia, en una posguerra dura, negra e interminable.

En aquellas casas, las fiestas navideñas eran una explosión de colores y belenes fabricados para conceder un tiempo anual de alegría infantil. Era el único mes en el que se comían dulces sin tregua, desde el 24 de diciembre hasta el día 6 de enero. La abundancia era un simulacro porque pasabas de la nada "al todo". Turrones, polvorones, tocino del cielo, mantecados, avellanas, nueces y aquel huevo hilado que se puso de moda y adornaba cualquier comida servida, en especial aquellos rollos de jamón cocido rellenos de esos hilos amarillos y dulzones. Todo un lujo.

No había más entre la nochebuena y los reyes magos, porque la nochevieja solo reunía a la familia ante la televisión y las doce uvas que se engullían al ritmo que marcaba el reloj de la Puerta del Sol, la misma plaza que hoy ha perdido todo el encanto de ser un encuentro permanente y masivo de personas que tenían ese referente para quedar, manifestarse, sentarse y reivindicar nuevas revoluciones.

Las cajas que no abrimos tras las varias mudanzas de la vida guardan recuerdos precisos, preciosos y necesarios. Cada Navidad se intenta reproducir el belén de flas antiguas figuritas de barro, el portal de corcho, el ángel anunciador que cuelga del vértice de la escena del nacimiento, esa figura que acaba aterrizando siempre entre el musgo y la arena, junto a la gran estrella fugaz. Cada día se movía algo en el belén. Cada día alguna escena bucólica cobraba nueva vida. Cada día se imaginaba el secuestro del niño Jesús y se organizaba una estrategia de rescate. Cada año se iban sumando los Playmobil con servicios de tráfico, emergencia, sanitarios y con la participación esencial del barco de los piratas como división defensora del fortín de belén. Y cada día los reyes magos se convertían en conductores de ambulancia, policía local o agentes de tráfico, según la aventura que imaginaban mis pequeños.

Las fiestas navideñas son para los más pequeños, en ellas y ellos guardamos el eterno secreto de los deseos, de la felicidad instantánea, que nace y muere en estos días. 

Las cajas que abrimos tras las varias mudanzas de la vida deparan sorpresas agradables y, al tiempo, dolorosas. Las mujeres arrastramos como caracolas las historias familiares. Somos las guardianas de los recuerdos, de los instantes que han marcado el crecimiento de nuestras hijas y nuestros hijos, del paso de queridas abuelas y abuelos, de madres y padres, de sus  manías, tradiciones y formas de cocinar el besugo, la olla o les pilotes de Nadal, del devenir de amores imposibles, de amores agradables que se sienten cuando cerramos los ojos, inspiramos, buscamos un buen libro, una copa de buen vino y nos arropamos, encogidas, bajo esa inmensa manta de lana que ha ido cambiando de casa y de destino.

Las cajas que abrimos destapan grandes y pequeños sueños. Las fotografías de dos pequeños que nacieron, unos bebés que fueron creciendo divertidos, entrañables, amorosos. Y, de repente, una caja se abre y se encienden todas las luces asomando una figurita de barro, una virgen maría desconchada, vejada y con el rostro desdibujado. Una figurita de barro que recuerda todos los rincones anímicos del paso del tiempo. Las estrellas fugaces, con su estela de purpurina plateada, siempre aparecen en navidades. 

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